Las cosas, simple y sencillamente cambian. Pero, como dijo Luca Prodán (el desaparecido alma máter del grupo argentino Sumo) “mejor no hablar de ciertas cosas”. Porque lo que para algunos es evolución para otros es involución.
Superficial o profunda, reflexión al cabo, aquello nace al pensar en esta Semana Santa. Al mirar en lo distinto que era esta fecha hace 30 o 20 años, cuando la reflexión era principal protagonista y el ambiente parecía impregnarse por el respeto a las tradiciones.
Para los niños y jóvenes de hoy puede resultar un desatino y hasta una afrenta hablar de cómo se asumían estas fiestas, marcadas por la resurrección de Jesús, personaje central de esta celebración.
Las radioemisoras publicitaban durante varios días sus programas especiales, con Leopoldo Romero y Samuel Barrientos ofreciendo exquisitas obras de música clásica. La Radio Presidente Ibáñez, ligada a iglesia, instalaba como infaltable el “Jesucristo Superestrella”, en su versión española con Camilo Sesto, y ni hablar de la Polar y Minería con sus espacios religiosos con mensajes, temas de conversación y sacerdotes invitados.
En el comercio la venta de huevitos de chocolate era bastante más “tímida” que hoy, el tránsito parecía escaso en las calles y sólo en las parroquias el movimiento aparecía constante. Cada ceremonia era seguida por cientos de fieles, con emoción, devoción, la misma que se iniciaba con la entrega y bendición de los ramitos y que parecía tener su momento más emotivo en el desclave del cuerpo de Jesús y en el Vía Crucis.
La humedad, el frío y el barro en las calles, el aire helado y el repicar de las campanas surgen con nostalgia en medio de esta nota, también ese compartir familiar en torno al televisor, con la emoción de tener el día entero en pantalla películas como “El Manto Sagrado”, “Quo Vadis?”, “Barrabás” y, más tarde, la interminable “Jesús de Nazareth”.
Las salas de cine eran otra opción, aunque no muy diferente. El Gran Palace, el Cervantes y poco antes el Politeama también llevaban a su cartelera películas marcadas por la religiosidad.
Mientras tanto, “¡Nada de música fuerte, ni carne, ni comer mucho!” era la imposición de la madre o la abuela. Respeto ante todo. El calor del hogar, el aroma del pescado y la cocina como un verdadero “búnker” de mujeres se sumaban al escenario. Semana Santa para un mundo que en ese entonces era casi exclusivo de católicos y que, lentamente, fue cambiando quién sabe por qué.
Huevitos y algo más
La tradición de los huevitos de chocolate aparece como, tan antigua, tan arraigada que, como buen niño, resultaba inoficioso buscar explicaciones del porqué un conejo es capaz de poner esta delicia, al contrario del de las gallinas, con cáscara, clara y yema.
En aquellos años los huevos de chocolate, eran sólidos, con poco relleno y, en su mayoría, caseros, artesanales. Nada de productos huecos, de pura cáscara y con algún caramelo que no hace más que distorsionar el exquisito y profundo sabor del chocolate.
En lo personal dos anécdotas de infancia: el día en que mi madre le encargó a mi padre comprarme no huevos sino un conejo. Y claro, como buen hombre, llegó con el conejo, pero vivo, de verdad. Y la otra, prohibida para los niños, el doloroso momento en que la magia del conejo y los huevos terminó. Aquel día, en la antesala del Domingo de Resurrección, mi inquietud me llevó a encontrar en el cajón de mi abuela una bolsa con chocolates. Mi sorpresa y decepción fue tal que no me atreví a preguntar ni contar de mi descubrimiento, Preferí comer calladito.
Hoy, es bueno saber que antes de que existiera la celebración judeocristiana, los huevos eran utilizados en los ritos y festivales de primavera y se regalaban o se intercambiaban, ya sea pintados o decorados.
Estas celebraciones festejaban precisamente el fin del largo y frío invierno, y el “renacimiento milagroso” de los árboles y flores. El huevo, al estallar con una vida dentro, se convertía en el símbolo de esta resurrección.
Con la llegada del Cristianismo, el huevo se transformó en el renacimiento del hombre, al tiempo que la fiesta pagana del equinoccio de primavera se convertía en la fiesta de Pascua cristiana.
Del siglo IX a finales del siglo XVIII, la Iglesia Católica prohibió a los fieles comer huevos durante la Cuaresma, pues los consideraba un alimento equivalente a la carne. Debido a esto, la gente comenzó a conservarlos, y empezaron a cocerlos y pintarlos para diferenciarlos de los frescos y consumirlos finalmente el día de Pascua.
Se cree que fue esa costumbre la que marcó el inicio de la tradición de los huevitos en Pascua, primero en Europa, luego en América y luego, convertidos en chocolate, en las manos de nuestros niños.
Mi tío contaba que si una gallina ponía un huevo en Viernes Santo y se conservaba durante 100 años, se convertiría en diamante, o que si se encontraban dos yemas dentro de un huevo de Pascua, su dueño disfrutaría de una gran riqueza. Pese a mi interés en sus historias, deseché la primera y por más que busqué, como buen inocente, jamás encontré dos yemas, menos dentro de un huevo de chocolate.
Ciento de interrogantes
Que las cosas cambian, claro que cambian. Basta con ver el “Jesús de Nazareth” (1977) de Franco Zeffirelli y compararla con “La Pasión de Cristo” (2004) de Mel Gibson. Tampoco queda mal hacer un alto entre ambas con “La Última Tentación de Cristo” (1988) de Martin Scorsese.
Aunque son películas, basadas en los Evangelios, pero con mucho de ficción, las diferencias entre las historias varían en los tratamientos de sus directores y en el matiz de sus protagonistas.
Al observar estas cintas, al leer los textos bíblicos o al escuchar las palabras de los sacerdotes, la reflexión no es otra: las últimas horas de Jesús fueron vertiginosas, desde la entrada triunfal a Jerusalén, pasando por su captura, brutal condena y tortura, crucifixión y resurrección.
En medio de esta secuencia, interrogantes hay por mil. Misterios para algunos, dogma de fe para otros. Pero episodios y elementos varios. La tradición y el beso de Judas, la negación (tres veces) de Pedro, el “lavado de manos” de Poncio Pilatos, las palabras de Jesús en la cruz, su aparición a los discípulos y aquella promesa sostén del cristianismo: su segunda venida.
Las respuestas se intentaban buscar en las palabras del sacerdote de la parroquia, seguro que él la tenía, en el padre, el abuelo o la mamá. El tema se debatía con los amigos y ante el nulo convencimiento, ahí estaban las películas que, muchas veces, lo distorsionan todo.
Era la Semana Santa de los 70 u 80, una forma distinta de vivir esta celebración, muy distinta a la realidad de hoy, donde la imposición fue reemplazada por el libre albedrío. Para bien o mal, júzguelo usted mismo.