El proceso de desmunicipalización de la educación se planteó como la piedra filosofal para mejorar la educación pública, capaz de transformar su estructura organizacional, mejorar su calidad, superar la segregación, la injusticia del sistema particular subvencionado y por cierto impedir el lucro. Los Servicios Locales de Educación, serían la panacea, el retorno al Mineduc, que garantizaría a todos la calidad de funcionarios públicos. Transcurridos ya varios años sus principales promotores en la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados, no se retractan ni reconocen su error, sino que sostienen que no existe un problema de diseño sino que de gestión.
El país fue testigo de como se festinó la promulgación de la ley 21.040, aplausos en las tribunas, parlamentarios tomados de las manos, sonriendo y congraciándose con el Colegio de Profesores, era el momento del espectáculo y no de una decisión responsable. Con apenas un par de servicios locales se inició un proceso de desmantelamiento de lo existente con la expectativa que el tiempo demostraría que el sistema público retomaría su pasado prestigio, se entonaron cánticos, consignas y por cierto se evocó al mismísimo Pedro Aguirre Cerda. No obstante, se trataba de una reforma en “evaluación”. O sea, de un sistema perfectible, que en realidad era un retroceso, menos poder y funciones para los municipios y más centralismo, a futuro las municipalidades podrían hacer ciudad, regar las mismas áreas verdes, extraer la basura y ocuparse de los perros vagos.
Los mismos legisladores que aprobaron esta maravilla, con más expectativas que fundamentos, sin financiamiento público directo, por etapas, que mantuvieron la subvención a la educación hoy defienden su modelito, el problema se dice, no es de diseño sino que de gestión, de financiamiento y de sobredotación. ¡Plop!, esto fue lo que se aprobó por el bacheletismo sin tasa ni medida. El problema fue siempre de diseño no de gestión, la ley no resolvió el pasivo existente, no estableció jubilaciones forzosas para el personal con pensiones dignas, no corrigió las distorsiones del fondo común municipal, sino que por el contrario, comprometió el futuro de este con el pasivo de arrastre. En tales condiciones no es posible demandar gestión a municipios y corporaciones que año tras año han asumido la falta de financiamiento.
A sabiendas se privilegió limitar la libertad de educación, lo cierto es que jamás hubo claridad sobre que se entendía por “lucro”, en un sistema en que el aporte compartido estaba regulado por ley, y por tanto los excedentes posibles y permitidos estaban cuantificados. En realidad el fin del lucro fue una respuesta inspirada más por el temor que por la razón, pues a la fecha de entrada en vigencia de la ley sólo poco más del 33% de la matricula estaba en el sector público.
La reforma impuso los cuidados del sacristán que mataron al señor cura, el nuevo sistema no incrementó la matrícula del sector público pero limitó el desarrollo del sector particular subvencionado, no logró resultados y la calidad de la educación va a la baja, cosa de ver el triste espectáculo del Instituto Nacional o del Liceo Carmela Carvajal.
Es efectivo que el proceso constitucional es una oportunidad de tratar en el nuevo ordenamiento del sistema educacional. Con todo, no se ven las propuestas, las indicaciones concretas conducentes a dicho propósito, porque si el problema se reduce a la gratuidad y al acceso, en realidad el aporte será igual a cero. Como la piedra filosofal no existe, el sólo acceso universal no garantizará ni igualdad de oportunidades, ni justicia social, no tendremos una piedra angular ni una columna vertebral para el sistema, sino que un conjunto de servicios aún más dispersos que potenciarán como nunca la educación privada. O sea, siempre fue una cuestión de diseño en que los sastres no dieron el ancho.