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Análisis Columnistas

El ogro nunca es filantrópico

opinion
11/06/2017 a las 13:15
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Una noche calurosa de junio de 1942, 88 niños fueron sacados de sus camas y conducidos a la plaza de su pueblo.

Una noche calurosa de junio de 1942, 88 niños fueron sacados de sus camas y conducidos a la plaza de su pueblo. En las calles, un grupo de soldados amenazaba con armas a sus padres. Años antes en 1938, el Acuerdo de Múnich, establecido entre Inglaterra, Francia y Alemania, permitió a Hitler anexar los territorios de Bohemia y Moravia pertenecientes a Checoslovaquia.

Los gobernantes, como siempre, habían decidido el destino de miles, incluidos los niños de Lídice, sin medir consecuencias. Tal como años después reflexionaría Octavio Paz: el Estado del siglo XX se mostraba entonces «como una fuerza más poderosa que la de los antiguos imperios y como un amo más terrible que los viejos tiranos y déspotas. Un amo sin rostro, desalmado y que obra no como un demonio sino como una máquina».


El colectivismo y la supresión de lo individual, promovido por fascistas, nazis y comunistas generaría tal nivel de despotismo de los gobernantes, que incluso la noción de responsabilidad propia sería diluida frente a la supremacía absoluta de la maquinaria estatal por sobre las personas. Bajo la noción fascista de «todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado» grupos sociales, profesiones, pueblos o incluso aldeas completas, pasaron a ser consideradas, a capricho de los gobernantes, como enemigas del Estado, la revolución o la raza, o simples engranajes del Estado, como consideraba Stalin al pueblo ruso. Por eso, cuando a fines de mayo de 1942 murió “el verdugo de Hitler” en Praga, producto de un atentado perpetrado por dos miembros de la resistencia checa Jozef Gab?ík y Jan Kubis, los nazis no dudaron en desatar su desquite, de manera indiscriminada, contra miles de checos desarmados, incluidos los niños de un pequeño pueblo minero llamado Lídice. Ejecuciones y deportaciones se realizaban sin mesura, como un brutal capricho del poder sin control ni contrapesos.

Según los nazis, la pequeña aldea minera había dado refugio a quienes habían cometido el atentado contra Reinhard Heydrich, máximo jefe de la seguridad del régimen nazi y uno de los ideólogos de la infame solución final. Bajo la lógica colectivista y totalitaria que desprecia la igualdad ante la ley que promueve el liberalismo, una noche de junio, los nazis las emprendieron contra el pueblo completo, para castigar a sus habitantes en honor al nazi caído.

En medio de la noche, 192 hombres fueron fusilados, sus cabezas empaladas y todas las mujeres enviadas a campos de concentración. La inocencia de aquellos niños les impedía saber que al ser sacados de sus camas para ser amontonados en el centro del pueblo, pagarían con su vida, la prepotencia del poder. Lídice fue quemado y demolido. Borrado del mapa. Era tal el desquiciamiento, que los nazis arrasaron otro poblado checo semanas después, Ležáky.

A diferencia de lo ocurrido con otros pueblos arrasados por los nazis en Bielorrusia y Ucrania, con el silencio cómplice de los bolcheviques, la infamia de Lídice recorrió el mundo rápidamente. En septiembre de 1942, en Inglaterra se inició la campaña Lídice Shall Live, mediante la cual los mineros ingleses recaudaron fondos para reconstruir Lídice.

La sociedad civil, una vez más, se organizaba para reconstruir lo destruido por el estado. 75 años después, quizás muchos no recuerden Lídice, pero la infamia del totalitarismo, del poder estatal sobredimensionado, no debe ser olvidada jamás. Sobre todo cuando probablemente hoy día, otros niños estén sufriendo las mismas brutalidades y arbitrariedades que sufrieron los niños de Lídice.

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