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Columna de opinión

Fraternidad y diálogo

opinion
05/12/2022 a las 08:22
Pablo Oyarzo
978

Guillermo Mimica Cárcamo, Escritor

En uno de mis ramos en la Universidad, había un capítulo dedicado a los “ismos” contemporáneos. Allí analizábamos las atrocidades del nazismo y el fascismo, la decadencia del capitalismo y su fase superior —el imperialismo— y el socialismo de las “democracias populares”. Leíamos a Lenin, Gramsci, Fromm, Althusser, Sartre y estudiábamos la base teórica que sustentaba la crítica implacable hacia los tres primeros ismos. La cultura intelectual de entonces era eminentemente marxista y combatía frontalmente las ideologías “enemigas”. Los pocos intelectuales no marxistas solían ser complacientes con esta teoría, y el materialismo histórico se disociaba del dialéctico, confiriéndole a éste el carácter de método científico de análisis de la historia. Entonces —hablo de los años 60 al 90— existía poca valentía para alejarse de las posiciones dominantes y se guardaba silencio sobre los abusos y aberraciones de los “socialismos reales”. Camus y Aron fueron notables excepciones. Esto, hasta que los mismos maoístas, neocomunistas y el propio Sartre, con su cohorte de filósofos, comenzaron a cuestionar esos sustentos ideológicos que los habían legitimado por décadas. La decadencia soviética, la revolución cultural, las purgas y violaciones a los derechos humanos, la disidencia de artistas e intelectuales, la invasión china a Vietnam, las masacres de Pol-Pot y la huida masiva de cubanos y vietnamitas, lograron derrumbar ese último de los dioses de barro terminados en “ismo”.

A fines de siglo, la globalización ya había impuesto patrones diferentes. La ideología dominante se hizo más individualista y mercantilista, aniquilando de paso la expresión colectiva y hasta sus instituciones. El sentimiento mismo de fraternidad fue afectado por ese egoísmo salvaje del “sálvese quien pueda”. Cuando lo colectivo es evaluado exclusivamente en función a la rentabilidad del negocio, las instituciones republicanas se quedan sin espacio vital. Gremios, sindicatos, partidos, sistemas legislativos, de justicia, educativos y religiosos, se fueron quedando sin substancia y hoy tambalean en la tormenta provocada por ese otro dios —hedonista y ciego— que es el dinero. Un fracaso para el pensamiento crítico.

Han surgido también otras fuerzas que se autodefinen de izquierda, que se posicionan fuera de los cánones tradicionales, abstrayéndose de las clases sociales y su lucha, incluso de los Estados nacionales. Algunos defienden la naturaleza y luchan contra la depredación del sistema económico. Cercanos a ellos, los militantes animalistas. Están los que generan o se apoderan de causas más recientes, para oponerse al sistema “neoliberal” y reemplazarlo por otro que presumen mejor. Y aquí nos reencontramos con los “ex” de desgastadas cepas: estalinistas, maoístas, trotskistas… Y más cerca nuestro, con los castristas y bolivarianos, muchos transformados en feministas, otros en defensores de etnias, razas y géneros discriminados; categorías que consideran separadas por una suerte de pertenencia tribal que las identificaría. Hablamos de las llamadas izquierdas “identitarias” surgidas en las universidades de los Estados Unidos y Europa, desprendidas de modelos colectivos y portavoces de la categoría social que las agrupa. Para sus defensores, las minorías se adicionan para conformar una sociedad, y la nación no constituye referencia. La ideología cumple con su función de proponer un marco teórico imaginario de intereses homogéneos, donde la fraternidad se aplica entre los miembros de la misma etnia, raza o género.

Ante este revoltijo expuesto brevemente, convencido que ningún mundo es posible sin valores y utopías que lo muevan, estimo necesario y urgente sobrepasar algunas diferencias divisorias, estableciendo “mínimos comunes” que nos unan a mediano plazo. La libertad, aspiración máxima del ser humano, cobra sentido cuando va aparejada con la justicia e igualdad. Ese horizonte es compartido por las grandes mayorías, pero sigue siendo un horizonte y, como tal, lejano. Entonces, ante la premura con que las injusticias nos empujan a actuar, la fraternidad parece ser el camino más adecuado. Hoy, este principio se encarna en el método del diálogo entre actores políticos, sociales y económicos; método de gobernanza que ya hemos evocado en columnas anteriores. La fraternidad cumple así con su noble función: la de legitimar y dar sentido a un diseño renovado y más consensuado de la nación.

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