El indulto presidencial realizado a 12 presos de la revuelta y al exfrentista Jorge Mateluna debe ser el error más grave del Presidente desde que asumió el cargo. Los efectos han sido diversos. Entre ellos, en el caso de Mateluna, una intromisión indebida en las facultades del Poder Judicial que causó el reproche de la Corte Suprema, la cual situó el actuar del mandatario fuera de la Constitución. Asimismo, el indulto socavó la agenda antidelincuencia del Gobierno, ya que el ánimo de perseguir delitos no es creíble si al mismo tiempo se libera a quienes los cometen. Sin embargo, lo más preocupante es que, por la vía del indulto, el Gobierno validó formalmente la violencia como forma de acción política, algo que por buenas razones desde su propio sector muchos habían evitado hacer. Hasta ahora.
Como ya se ha dicho varias veces, la democracia es incompatible con la violencia como forma de resolver las diferencias políticas. Mientras la primera busca hacerlo a través de elecciones periódicas, en la segunda prima la ley del más fuerte. En otras palabras, es o la una o la otra, pero no ambas al mismo tiempo. Por lo mismo, las democracias establecen límites al derecho a protestar, siendo el más habitual la exigencia de hacerlo pacíficamente. Como es obvio, el homicidio frustrado, el delito de incendio o el ataque a policías está fuera de lo permisible y el lugar que le corresponde a quienes los cometen suele ser la cárcel. Estos fueron algunos de los delitos cometidos por los beneficiarios del indulto y por los cuales fueron condenados.
A falta de una explicación razonable, y en base a los antecedentes existentes, es posible sostener que la motivación de los indultos fue política. El Presidente consideró, por sí y ante sí, que las circunstancias en las cuales los delitos fueron cometidos justificaban las acciones de los indultados y por lo mismo estas personas no serían delincuentes (esto lo dijo el propio mandatario). Lo anterior, pese a lo resuelto por distintos tribunales en un sistema penal garantista en el que es más fácil quedar libre que irse preso. A dicha justificación, en sí misma cuestionable, hay que añadirle el contexto político en el que los delitos indultados fueron cometidos y los efectos que generaron. En los hechos, estas acciones contribuyeron a desestabilizar a un gobierno democráticamente electo, y si bien el Gobierno no cayó, estuvo bastante cerca.
Lo preocupante de los indultos es que hacen evidente que para el Gobierno este tipo de acciones no merecen castigo. Y acá es donde el tema se empieza a complicar. La democracia descansa en el supuesto de que el poder se disputa en las urnas y no en la calle, y la liberación de los indultados muestra un bajo nivel de compromiso con esa premisa. Adicionalmente, la señal enviada es que, en el contexto correcto (definido por el presidente de turno), estas acciones son permisibles, cuestión que constituye en si mismo un riesgo para cualquier sistema democrático.
Por otro lado, y en términos más concretos, es imposible descartar que las personas indultadas vuelvan a cometer delitos con similar connotación política. De hecho, Luis Castillo, uno de los indultados, ya adelantó que: “(…) donde exista miseria va a haber rebelión, donde exista desigualdad va a haber insurrección, porque los insurrectos no nos calmamos, no descansamos, los insurrectos damos la vida por la causa”. Cabe señalar que además de haber sido condenado por un ataque al Registro Civil de Copiapó en 2019, Castillo cuenta con 5 condenas en su historial y 26 causas judiciales en su contra, por lo que hay pocas dudas de que sea un peligro para la sociedad.
Es difícil prever las consecuencias que los indultos tendrán en nuestra convivencia política. Pero a estas alturas ya parece descartable argumentar que estos servirán para reparar heridas abiertas en el país. Muy por el contrario.