Los vocablos auctoritas y potestas, provenientes del derecho Romano, constituyeron la piedra angular sobre la que se asentaba el espacio de los ciudadanos que construían social y culturalmente la ciudad, a partir de sus intersubjetividades y ciudadanía.
Dicho esto, desde la etimología de la palabra auctoritas, autoridad, se establece que es un prestigio y reconocimiento entregado a determinadas personas, tomando como base una serie de características morales, intelectuales y experiencia, que las destacan del resto, o sea, es una forma de legitimación social por su saber, valía o por el nombramiento en un determinado cargo. Eso da atributos al auctoritas para ser reconocidos por los ciudadanos, independiente de cómo haga ejercicio del cargo.
Por otra parte, la potestas se define como la fuerza que emana de la legitimidad otorgada por la sociedad civil, y a su vez, es un poder que se le atribuye normalmente a una autoridad. En otras palabras, la importancia de la auctoritas y de la potestas es mayor en el rol de dirección, en el ejercicio del poder.
Cuánto poder y autoridad existe en nuestras figuras políticas nacionales y locales. Es cierto que muchos políticos reafirman su autoridad en el mismo ejercicio del cargo, otros no, pero es la auctoritas la que permiten reconocerlos como tal en el ejercicio del poder.
Cuántos políticos son capaces de mantener su prestigio y moralidad en el ejercicio material del poder, en todos sus ámbitos, tanto público como privado. Se reconoce que el poder fácilmente corrompe, por las aspiraciones individuales y el egoísmo que en ellas se puedan dar. Conservar los valores es lo que asegura ganar la auctoritas.
Sin embargo, es un hecho que nuestros políticos nacionales han perdido mucho de lo discutido, sobre todo cuando son muy jóvenes y carecen de las características que los validen, que los legitimen. Ejemplo de ello es nuestro presidente, quien tiene un inconveniente, entre sus mensajes y su forma de comportarse pierde la auctoritas, trivializada por una gran mayoría de la población los cuales desprestigian su imagen, cargo y presencia.
Por consiguiente, ahí reconocemos el primer problema. Sin dar cabida a la auctoritas no se puede pasar al segundo plano, la potestas, el ejercicio del poder. Y para ejercer ese poder no solamente hay que ser elegido democráticamente, habilitando legitimidad al ser preferido por el voto popular, sino que además debe ser respaldado por la auctoritas. Sin el reconocimiento de la autoridad, en el fondo ese poder es totalmente huérfano, generando inconsistencias en quien tenga el cargo, figuras de poder vacías.
Al final, pese a que es necesario, no siempre la potestas y la auctoritas van de la mano con quienes habitan los cargos. En todos los estamentos sucede, en los alcaldes, los gobernadores, en los otros representantes municipales, el poder lo detentan estos cargos porque fueron elegidos por mayoría de votos y eso no es discutible, es un ejercicio práctico en el cual se le da una mayoría de votos a una persona para que habite un determinado cargo, pero el problema radica en si tienen la auctoritas suficiente, si se le reconoce su autoridad.
De estos hay quienes obtuvieron el cargo por tener un talento político especial o porque fueron los candidatos menos malos que se presentaron. La disociación entre la potestas y la auctoritas, donde se obtienen cargos sin tener el reconocimiento de la autoridad, es un escenario habitual con todos los casos de corrupción que hunden a nuestro país, una señal de la falta de valores necesarios para el ejercicio del poder.
Quien ostenta el poder debe regirse bajo la auctoritas socialmente aceptada, gobernantes, alcaldes, políticos todos, empresarios, etc. Por lo tanto, invitamos a la ciudadanía a reflexionar, darles vuelta a estos dos conceptos, buscar la auctoritas de los candidatos que se presentan para así darle la potestas que necesitan, y generar una coherencia entre uno y otro, para así poder hacerles exigencias más duras y más coherentes.