La reciente Cuenta Pública Presidencial resonó con un eco extraño, uno que parecía provenir de un mundo paralelo al que muchos chilenos habitan. Mientras el mandatario enumeraba logros y esbozaba futuros proyectos con un optimismo inquebrantable, la sensación predominante era la de un discurso desconectado, un relato que poco se asemejaba a la realidad que enfrentan día a día millones de ciudadanos.
Las críticas no tardaron en llegar, y con razón. La falta de autocrítica fue palpable, una omisión que raya en la indiferencia. Se habló de avances, pero se eludieron los problemas acuciantes que corroen la confianza pública: la delincuencia desbordada, la crisis migratoria, la inflación persistente y la creciente desigualdad. Parecía que el palacio de gobierno se había convertido en una burbuja, impermeable a las angustias que sacuden al país.
El discurso presidencial se centró en cifras y estadísticas, pero careció de la empatía necesaria para conectar con el ciudadano común. Se habló de reformas, pero se ignoró la sensación de inseguridad que invade los barrios, la frustración de quienes ven cómo sus ahorros se diluyen ante el alza de los precios, y la desesperanza de aquellos que luchan por acceder a una vivienda digna.
La percepción generalizada es que el Gobierno vive en una realidad paralela, donde los problemas se minimizan y los logros se magnifican. Se habla de diálogo, pero se percibe sordera ante las demandas ciudadanas. Se promete un futuro mejor, pero se ignora el presente precario.
Este distanciamiento entre el discurso oficial y la realidad palpable genera un profundo descontento. La ciudadanía no pide perfección, sino honestidad y cercanía. Exige que sus líderes reconozcan los errores, asuman responsabilidades y trabajen incansablemente para encontrar soluciones concretas.
La Cuenta Pública, lejos de ser un ejercicio de rendición de cuentas, se transformó en un monólogo autocomplaciente. El eco de las palabras presidenciales se diluyó en el aire, sin resonar en los corazones de quienes claman por un país más justo y seguro. La desconexión es evidente, y la brecha entre el gobierno y la ciudadanía se ensancha peligrosamente.