Las aulas, esos espacios donde la imaginación debería florecer y el pensamiento crítico desarrollarse, se están convirtiendo cada vez más en lugares de tensión, miedo y ruptura. La violencia escolar no es un hecho puntual, sino una manifestación dolorosa y persistente de una crisis que atraviesa no solo al sistema educativo, sino también al corazón mismo de nuestra sociedad.
Hablar de violencia escolar es hablar de múltiples formas de agresión: físicas, verbales, psicológicas. Es hablar de estudiantes que sufren y también de docentes desbordados emocionalmente, a menudo sin herramientas ni respaldo institucional suficiente para hacer frente a un fenómeno tan complejo. La cifra creciente de incidentes registrados en los últimos años no puede ser minimizada: son gritos de auxilio que, como sociedad, aún no hemos sabido escuchar con la urgencia necesaria.
Uno de los mayores peligros que enfrentamos es la normalización. Cuando los golpes, los gritos y las amenazas se vuelven parte del paisaje cotidiano en una escuela, hemos perdido el norte. No se trata de buscar culpables individuales, sino de entender que la violencia escolar es el síntoma de una red de carencias más profundas: desigualdad, abandono familiar, deficiente salud mental, y una formación emocional ausente tanto en los hogares como en el sistema educativo.
La solución no vendrá únicamente desde más sanciones o protocolos de contención. Necesitamos un cambio de paradigma: escuelas emocionalmente seguras, docentes formados en gestión socioemocional, y comunidades escolares cohesionadas donde la empatía sea el eje central del aprendizaje. Urge repensar el rol de la educación más allá de las notas y los contenidos, e incorporar un enfoque integral que permita a niños, niñas y adolescentes desarrollarse como personas plenas.
Además, los medios de comunicación y las redes sociales tienen una responsabilidad no menor. El bombardeo constante de discursos de odio, noticias sensacionalistas y modelos violentos de éxito refuerzan en los más jóvenes la idea de que la agresión es una forma válida —y a veces efectiva— de resolver los conflictos o lograr respeto.
La escuela sola no puede. Requiere del acompañamiento activo de las familias, de políticas públicas que apuesten por el bienestar integral, y de una sociedad dispuesta a involucrarse en la crianza y formación de las nuevas generaciones.
Porque si el aula refleja nuestras fracturas sociales, también puede ser el lugar donde comencemos a sanarlas.