Cada año, cuando las primeras heladas cubren las rutas de la Región de Magallanes, se repite una escena preocupante: vehículos varados, choques evitables y conductores sorprendidos por un invierno que nunca avisa, pero siempre llega. No es un fenómeno nuevo ni un azar climático; es parte del alma de este territorio austral. Y, sin embargo, parece que aún no terminamos de entender la magnitud del desafío que implica conducir en estas condiciones extremas.

La conducción invernal en Magallanes exige mucho más que neumáticos con clavos y luces encendidas. Exige conciencia. La visibilidad reducida, el pavimento resbaladizo y los vientos impredecibles no son meras molestias, sino factores que pueden convertir un viaje común en una tragedia. La cultura del apuro, la confianza excesiva en la tracción del vehículo y la falta de planificación siguen siendo enemigos silenciosos que debemos enfrentar como comunidad.

Es hora de dejar de tratar el clima magallánico como una anécdota pintoresca y comenzar a asumirlo como el condicionante estructural que es. 

Las autoridades tienen el deber de seguir reforzando la mantención vial, la fiscalización y la educación. Pero la principal responsabilidad está en cada uno de nosotros. No hay sistema antideslizante que reemplace una decisión prudente. No hay abrigo térmico que sustituya el juicio sereno.

Conducir en invierno por Magallanes es un acto de valentía, sí. Pero también -y sobre todo- debe ser un acto de respeto: por la naturaleza, por la vida y por los demás. Que este invierno nos encuentre no solo preparados, sino también conscientes.