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Editorial

La angustia de la tómbola: el sistema de admisión que estresa a la clase media

opinion
05/08/2025 a las 11:02
Periodista Web 3
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“Las principales críticas se centran en el poco valor que se le da al mérito académico y en la incertidumbre que provoca el proceso”.

Hoy, una vez más, miles de familias se enfrentan a la lotería del Sistema de Admisión Escolar (SAE). Un proceso que, lejos de ser una simple formalidad, se ha convertido en un rito estresante, un sorteo donde el futuro educativo de los niños parece más una cuestión de azar que de mérito o de elección. Aunque el SAE se presentó como la panacea para acabar con la selección arbitraria, la realidad ha demostrado que sus fallas no solo persisten, sino que han creado nuevas y profundas frustraciones.

La principal crítica al sistema radica en su lógica de distribución. Al priorizar criterios de cercanía o lazos familiares sobre el rendimiento académico o el proyecto educativo de las familias, el SAE ha desdibujado la noción de esfuerzo y mérito. Para muchas familias de clase media, que han invertido tiempo y recursos en la educación de sus hijos, el sistema se siente como un revés. El “factor aleatorio” para desempates, conocido peyorativamente como “la tómbola”, les quita la sensación de control sobre una de las decisiones más importantes de sus vidas. La confianza en un sistema que distribuye cupos de manera tan impersonal está erosionándose, y con ello, la credibilidad de la educación pública en su conjunto.

Otro de los grandes fracasos del SAE es su incapacidad para resolver el problema de fondo: la desigualdad en la calidad educativa. Al no mejorar la oferta de colegios en los barrios, el sistema se limita a redistribuir la escasa demanda por las instituciones de excelencia. Las familias, sin opciones atractivas en sus zonas, se ven obligadas a postular a los colegios “emblemáticos”, saturando el sistema y generando un estrés desmedido. El resultado es que los padres deben aceptar cupos en colegios que no eran su primera, segunda, o incluso tercera opción, a menudo a kilómetros de sus hogares. Esto no solo afecta la calidad de vida de los estudiantes y sus familias, con largos viajes y menos tiempo para actividades extracurriculares, sino que también perpetúa una segregación silenciosa y funcional.

En lugar de ser un motor de movilidad social, el SAE parece haber consolidado una realidad donde la única opción real para garantizar una educación de calidad es la capacidad de pagar por ella. Las familias que pueden costear un colegio particular no se ven afectadas por este sistema, mientras que las que dependen del sistema público y subvencionado se enfrentan a la incertidumbre y a un constante peregrinaje por cupos.

El desafío es claro. No podemos seguir ignorando las fallas de un sistema que, en su afán por eliminar la selección, ha generado una profunda desconfianza y ha ignorado el valor del esfuerzo. Es hora de dejar de debatir si el SAE debe existir o no, y comenzar a discutir cómo podemos realmente mejorar la calidad de la educación en todos los colegios. Solo así, cuando la oferta educativa sea atractiva y de excelencia en cada barrio, el proceso de admisión dejará de ser un sorteo de futuro y se convertirá en una verdadera elección informada para todas las familias chilenas.

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