Magallanes, la región más austral de Chile, ostenta la tasa de fecundidad más baja del país. Un dato que, lejos de ser un mero número, es un grito silencioso sobre una crisis que se agudiza y que, si bien se manifiesta con mayor crudeza en la región, es un reflejo de una tendencia nacional.
La crisis de natalidad en Chile no es un fenómeno nuevo, pero su aceleración en los últimos años debería encender todas las alarmas. La tasa de fecundidad, que apenas supera el 1,3 hijos por mujer, nos sitúa muy por debajo del umbral de reemplazo generacional (2,1). Esto significa que, si la tendencia continúa, la población chilena comenzará a decrecer. Y con ello, se desvanecen los cimientos de nuestro futuro.
En Magallanes, la situación es aún más dramática. La baja natalidad se suma a la constante migración de jóvenes que buscan oportunidades en el norte o en el extranjero. El resultado es un envejecimiento acelerado de la población, con sus consecuentes desafíos: un menor número de trabajadores activos para sostener el sistema de pensiones y de salud, y una pérdida de vitalidad en la sociedad. La región, tan rica en historia y en potencial, corre el riesgo de convertirse en un territorio de escasos habitantes, perdiendo su pulso y su capacidad de innovación.
Las causas de esta crisis son múltiples y complejas. No se trata de un simple capricho o una decisión individual aislada. Detrás de cada postergación de la maternidad o de la decisión de no tener hijos, hay un entramado de factores económicos, sociales y culturales. La precariedad laboral, el alto costo de la vida y de la vivienda, la falta de políticas de conciliación entre la vida familiar y laboral, y la escasa oferta de salas cuna y jardines infantiles son barreras infranqueables para muchas parejas jóvenes. La maternidad, que debería ser una opción de vida, se ha convertido en un privilegio para unos pocos.
Pero la crisis de natalidad no es sólo un problema de números. Es, en el fondo, una crisis de confianza en el futuro. Cuando las parejas no se atreven a tener hijos, es porque no ven un entorno propicio para criarlos. No confían en que el Estado les brindará el apoyo necesario, ni en que el mercado laboral les permitirá compatibilizar sus roles. Es una manifestación de la desilusión, del temor y de la incertidumbre que permea en nuestra sociedad.
Es hora de dejar de mirar para el lado y de enfrentar esta realidad con la seriedad que merece. No basta con lamentarse. Se necesitan políticas públicas audaces y de largo plazo. Es urgente fortalecer el apoyo a la familia, desde la primera infancia hasta la adolescencia. Debemos repensar nuestro sistema de licencias parentales, ampliar la oferta de salas cuna de calidad, promover la conciliación familiar y laboral, y, sobre todo, generar un entorno económico y social que dé seguridad y esperanza a los jóvenes.
La crisis de natalidad no es solo un problema de las familias, es un problema de todos. Si no actuamos ahora, corremos el riesgo de que la voz de los niños se vuelva cada vez más tenue, hasta que, un día, sólo nos quede el eco del silencio. Y ese, sin duda, sería el futuro más sombrío para Magallanes y para Chile.