Recuerdo el día exacto en que supe que el Gobierno de Sebastián Piñera sería un desastre… No de la magnitud que llegó a ser al destruir a su propio sector político, acabar con la Constitución y, peor aún, sumir al país en la peor crisis económica, social y política en más de 40 años.
Pero sabía que iba a ser un desastre, incluso antes de empezar.
Fue la tarde del 23 de enero de 2018, cuando los medios dieron a conocer su primer gabinete: amigos y familiares en puestos clave: el Ministerio del Interior y su comité político, el Segundo Piso; gerentes, ejecutivos y alguna gente de la academia en los puestos menos vistosos; en suma, mucho negocio, títulos y camaradería, pero pocas redes políticas… ninguna calle, dirían los políticos más viejos.
Era verano y Piñera disfrutaba esos días de triunfo en su gran casa de Bahía Coique, junto a la extensa playa de la que es propietario en el Lago Ranco, donde había definido junto a Cristian Larroulet, su futuro y nefasto jefe del Segundo Piso de La Moneda, los nombres que lo acompañarían en su mandato y de paso, cavarían su tumba política y la de toda la centroderecha que lo apoyó.
Una amiga que vive entre sus vecinos, me describía al Piñera que suele habitar cada verano su gran casa dotada de cancha de tenis, piscina, gimnasio techado, embarcadero, un generoso quincho y, por supuesto, una pequeña capilla. “Es un hombre sencillo que sale a comprar a los supermercados como cualquier otro, saluda y la verdad, la gente allá lo estima bastante porque es bien amable y generoso, sobre todo, con las propinas y con todos en general”, me dijo.
Aquel verano, Piñera no visitó otra de sus casas de playa, esa ubicada en Caburgua, donde también solía juntarse con su vecina frente al lago, Michelle Bachelet. Ambos se habían distanciado mucho en la campaña y Bachelet estaba ahora en la ONU. Esta vez, definiría todo a solas con su amigo Larroulet.
El escritor Fernando Villegas advirtió una vez: “Un país es como un avión. Tienes que estar muy atento a los instrumentos, si mueves la palanca equivocada, entonces el avión de inmediato empieza a caer muy rápido”.
Pero Piñera, dueño durante años de Latam, era un piloto casi radar, ni instrumentos. Lejos de toda prudencia, había encendido en los meses previos de campaña, el ya crispado ambiente político nacional con promesas incumplibles para una clase media emergente que votó y confió en él, pero a la que apenas él y sus amigos conocían y para la cual no tenían más planes que confiar en el crecimiento económico solo por obra de su llegada.
En vano, los partidos políticos de su coalición le enviaron nombres durante el verano para llenar su gobierno. Piñera ensorbecido por su triunfo de diciembre, no escuchaba a nadie.
Llegó marzo y su débil equipo de gobierno empezó a crujir de inmediato, ante un país y una sociedad que el Mandatario apenas conocían más allá de los gráficos, papers y la realidad edulcorada que mostraban los estudios de sus bien pagados asesores.
Ante un Congreso ampliamente opositor, la ministra de Educación, Marcela Cubillos, bregaba por reformas imposibles, insistiendo en “devolver los patines a los padres”, acaso uno de los hitos más celebrados por los partidarios de Bachelet. En Salud, el amigo de Piñera Emilio Santelices, se afanaba con la reforma de las isapres, olvidando que la clase media emergente que votó por él estaba condenada a Fonasa. Santelices, otro más de sus ministros sin redes políticas, ni experticia técnica, mantenía a su lado como subsecretario de Redes Asistenciales a Luis Castillo, aborrecido por la DC por su presunta implicancia nada menos que en la muerte del expresidente Frei. Más tarde sería absuelto, pero eso en política poco importa.
La caída de su ministro de Cultura, Mauricio Rojas, a 72 horas de asumir el cargo fue otro símbolo de esa debilidad.
El gobierno de Piñera que había prometido “devolver el crecimiento” durante la campaña electoral, ahora estaba atrapado y sin ideas debido a la guerra comercial entre China y Estados Unidos.
¿Exagero? No, en absoluto. Tan solo recuerde esa frase del ministro de Hacienda, Felipe Larraín, cuando visitó a las monjas del Hogar Niño Jesús. “Les pedí que rezaran por la paz comercial, entre China y Estados Unidos”, afirmó.
Pamela Jiles lo entendió de inmediato. “Es patético que un Gobierno le pida a la gente que rece para enfrentar la falta de crecimiento”.
Era agosto de 2019. Para entonces, el primo de Piñera, el ministro del Interior, Andrés Chadwick, ya estaba también en la cuerda floja por el crimen de Camilo Catrillanca.
Los nombres de la tragedia de octubre empiezan a perfilarse: Larraín que ofrece flores a los románticos en medio del alza del IPC y, en cambio, se niega a gastar 8 millones de dólares para frenar la temida alza del Metro. Chadwick que omite el informe de la Agencia Nacional de Inteligencia el cual advertía de atentados contra la red subterránea, si el alza se concretaba.
Se acerca octubre, la economía no despega y la vida de la clase media se ha hecho más dura, desde la llegada misma del Gobierno, un año antes. Ciper resumía: “En abril de 2018, el Servicio de Impuestos Internos (SII) anunció un aumento de las contribuciones de un 30% en promedio, en tres años. En enero de 2019, se anunció un incremento de 6,4% en las tarifas del TAG. En mayo las cuentas de la luz anotaron un alza de un 10,5% promedio. En septiembre, las isapres subieron un 50%, promedio, la prima GES (mientras Fonasa sólo lo hizo en un 3%). A inicios de octubre, la luz volvió a subir otro 9,2% promedio. Y el último vagón del tren de alzas fue el incremento del transporte público en $30. El tren de alzas que terminó de asfixiar a los chilenos había comenzado su recorrido en abril de 2018 hasta descarrilarse en octubre de 2019. Ésta fue la chispa que terminó con el tren fuera de las vías: los estudiantes secundarios se organizaron y llamaron a saltarse en masa los torniquetes del Metro, bajo la consigna “evade como Piñera”.
Sí, “evade como Piñera”, porque ¿se acuerda de esa casa en la playa en Caburgua propiedad del Mandatario?
Para entonces, ya era de dominio público que Sebastián Piñera nunca había pagado un peso de contribuciones por esa propiedad a la Municipalidad de Pucón. Y mi amiga, la del Lago Ranco, ahora estaba en las marchas.
El Presidente era totalmente incapaz de mejorar o siquiera aliviar la calidad de vida de la población que confió en él con su voto.
Para ser justos, él no hundió solo a su sector. Solo se sumió en la podredumbre de una clase política apoltronada en los privilegios que ella misma se daba; con parlamentarios obsesionados en aumentarse el sueldo como el diputado DC, Mario Venegas, representante de Malleco, la provincia más pobre de Chile, quien dijo en el hemiciclo que los parlamentarios y sus dietas de hasta $20 millones, eran indigentes al lado de las grandes fortunas del país. Y otros sólo ansiaban mantenerse eternamente en sus cargos, gracias a campañas millonarias pagadas por grandes empresas como Soquimich, propiedad del sobrino de Pinochet que, a cambio de inconfesadas prebendas, ha financiado por décadas a moros y cristianos. “Hasta Marco Henríquez Ominami no dudó en pasar el sombrero a Julio Ponce Lerou, yerno del responsable de matar a su padre”, recordó esta semana el comentarista Tomás Mosciatti.
“Evade como Piñera, evade como todos”, fue el mensaje que prendió en las redes sociales y con semejante marco moral, Chile se hundió en una vorágine de violencia que solo se detuvo con el advenimiento de la muerte ante la llegada del Coronavirus, otra crisis que terminaría de hundir a Chile en su mayor crisis económica, social y política de los últimos 40 años. Para entonces, sin embargo, el Gobierno y las ideas que defendía ya habían sido sepultadas por su verdugo, Sebastián Piñera.
Como dijo el alcalde reelecto de La Florida, Rodolfo Carter, uno de los pocos sobrevivientes de su sector, tras la reciente debacle electoral: “El Presidente nunca entendió nada... le pediría que no hable”.