Para todo chileno o chilena, remontarse a la década de los 60’, es traer el triste recuerdo que nos ha marcado como país, el movimiento telúrico que remeció a una importante parte del territorio y por cierto, descargando su mayor fuerza en incipientes regiones del sur, como en el caso de Valdivia donde todavía se observan las consecuencias del terremoto. El mayor desastre de la época contemporánea que tengamos memoria. Sus efectos y nivel de destrucción, eran impensados para cualquiera.
A solo 2 años de ocurrido aquello y cuando todos los esfuerzos se centraban en la compleja reconstrucción y reparación de las zonas más afectadas y también del ánimo ciudadano, surge un proyecto ambicioso y digno de un Quijote; postular en el ámbito deportivo a Chile, nada más y nada menos, como sede del Mundial de Futbol de 1962.
Todavía parece una locura, ni hablar en ese entonces. No debieron ser pocos los que consideraron la idea como una verdadera acción, demencial o temeraria sin ningún sentido. Frente a semejantes condiciones en las que se hallaba ese país de 1962 y en donde existían claramente, una serie de requerimientos y necesidades básicas que había que priorizar.
A pesar de todo, el golpe sufrido por la naturaleza dos años antes no fue obstáculo para esa dirigencia que estaba obsesionada con dar un respiro y un espacio al país, objeto se evadiera del trauma que persistía aun de la tragedia experimentada.
Obviamente que otros países mantenían las mismas aspiraciones y probablemente en mejores condiciones que el nuestro. No había duda de que podían y sobradamente otros tantos frente al Chile post desastre. Como en otras tantas circunstancias, la pelea volvía a ser desigual y así lo veía el mundo. Desde la FIFA se hablaba de aquellos que “lo tenían todo”.
De esa misma expresión el entonces dirigente del fútbol nacional de la época Carlos Dittborn habría esgrimido otra que se transformaría en el lema de del mundial del 62 y posteriormente, en frase popular para representar aquello de alcanzar lo imposible: “Porque no tenemos nada, lo queremos todo”.
Del resto de la historia, bien la conocemos los mozuelos de la época, y por qué la Jules Rimet empezó a ser cada vez más familiar y conocida.
Entre los conocidos álbumes y figuritas de coleccionables e intercambiables que permitían conocer a cada selección, bandera e ídolo deportivo, también se pudo apreciar el resultado de la construcción de nuevos estadios, refacción y modernización de instalaciones y espacios que serían utilizados por los visitantes. La ciudadanía se involucró de tal forma que terminó siendo una verdadera fiesta del balón.
El comercio, las industrias, la hotelería, todos tenían algo que aportar. La locomoción, el transporte urbano, absolutamente todo giraba en torno al esperado mundial.
Recuerdo aún en nuestra ciudad, vibrábamos con el evento desde el primer momento. A tal punto que los establecimientos Salesianos de aquel entonces, a semanas del evento futbolero, dieron en organizar su propio mundial y cada establecimiento aportó con equipos que representaban a países asistentes a esa fiesta. Inolvidable aquello en el otrora Gimnasio de la Confederación Deportiva de Magallanes.
Hombres y mujeres, espíritu, temple y compromiso como el de Carlos Dittborn y su equipo es el que muchas veces hace falta cuando parece que el objetivo es imposible y todo resulta en contra.
Gente que centraba su compromiso en una obra y no cejaban hasta concluirla, y de buena manera.
Chile y quienes hoy pretenden conducirlo, no deben desechar estos dignos ejemplos que inspiran e invitan a imitarlos.