Hemos despertado. A cinco años del llamado “estallido social” los arrepentimientos abundan. La plaza, el perro y la primera línea volvieron a su anonimato. La violencia fue útil para algunos. Quedan cenizas y destrozos de la violencia de grupos concertados. Lo que pasó en las calles y en las plazas no fue casual. En esa violencia desatada existieron diagnósticos y motivaciones, pasando de los dichos a los hechos. Es que otros despertaron antes, con denuncias de abusos, desigualdades, injusticias, discriminaciones y opresiones. Despertaron de un supuesto letargo social y político de treinta años; dicen concebir y sentir los asuntos sociopolíticos desde la indignación en favor de las víctimas, con una agenda vanguardista y de cancelaciones al otro, al privilegiado y enemigo.
La cultura woke (despierto) se expandió por el mundo en universidades y redes sociales, es una forma de ver el mundo desde lo tribal. Es un movimiento ideológico y social que da batallas culturales desde las eternas injusticias históricas y actuales. Representa grupos marginados y violentados por “el sistema”, con especial foco, en la política identitaria, dividiendo la sociedad en dos: oprimidos y opresores; polarizando el debate entre: víctimas y victimarios. Con un ingrediente de antaño, opresores y victimarios, cuentan con privilegios. Ya no basta con acabar con los privilegios ni repartirlos, tienen que sufrir una lección y censura, asegurando así que la conducta sea corregida y no se repita. Están dispuestos, en primera instancia, a apedrear en la plaza digital al acusado. Una inquisición de las redes sociales que olvida el eterno: “aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Después, las piedras se lanzan en la calle a las fuerzas represoras.
Los comportamientos inquisitorios llegaron para quedarse, las universidades locales lo viven a diario con alumnos y docentes que disienten de la manada. Lo tribal es vociferante y soberbio, confunden ideas con emociones. Su discurso es incoherente, suena bien y dice poco. Consideran que el argumento contrario es “provocador” y “violento” y no merece ser escuchado, porque genera revictimizaciones. La censura y denuncia son parte de sus recursos, con una dosis alta de victimismo. Están dispuestos a amplificar las contradicciones locales y mundiales, en defensa de los oprimidos: mujeres, indígenas, inmigrantes, minorías sexuales y otros. Buscan que esas víctimas cuenten con “espacios seguros”. Incluso, unen causas que no tienen nada en común, excepto visibilizar al enemigo: el capitalismo, la iglesia, la autoridad, Israel y el hombre.
Esta forma de ver el mundo es peligrosa, impone verdades sin debates ni argumentos y divide a los grupos en buenos y malos. Su ley es: estás con nosotros o en contra. El opositor sufre consecuencias de todo tipo, aunque digan que sus protestas no son violentas. Están dispuestos a interrumpir todo, desde una charla hasta el libre tránsito. Son jueces de una superioridad moral llamativa y sin sustento. Se reconocen como solidarios ante las injusticias, pero generan otras. Privilegian lo subjetivo y conflictivo, en desmedro del pensamiento crítico. En sus intervenciones hay chantaje y recursos emotivos por sobre los argumentos lógicos. Este grupo que hoy está presente en el debate nacional y en el gobierno, está dispuesto a destruir todo desde lo discursivo hasta la calle, bajo el paragua de una supuesta “violencia institucional” que no merece tregua ni misericordia. Por eso llamaron a refundarlo todo en el “estallido social”. Todos sus abordajes en los temas políticos no se condicen con las urgencias sociales y reales. Su agenda tiene vida propia y su objetivo es representar y proteger minorías, las que ellos consideran que son prioritarias desde su ocio universitario y de revisionismo intelectual.
El octubrismo fue un activismo violento que arrinconó a la democracia con su grito tribal inolvidable: Chile despertó. Un movimiento que utilizó la violencia verbal y física e identitaria olvidando las peticiones razonables, las cuales no han sido resueltas. Las movilizaciones pasaron del entusiasmo a la destrucción. La dignidad no llegó. El problema nunca fue la constitución, son los diagnósticos que levantaron e impusieron en la calle. Los ofendidos de entonces, hoy nos gobiernan y no renunciaron a sus privilegios. Despertaron y llegaron al poder. Fueron cómplices y condescendientes con la violencia del octubrismo. La resaca octubrista la están pagando los pobres, los anónimos de siempre que no son parte de la agenda de los oprimidos.