Lo que alguna vez fueron calles tranquilas, hoy son escenarios de una creciente ola de violencia que ha cambiado la vida de los habitantes de Punta Arenas. Jóvenes armados con machetes, peleas constantes, vecinos aterrorizados y una sensación generalizada de inseguridad son sólo algunos de los síntomas de una crisis que parece no tener freno.
La falta de fiscalización, la ausencia de medidas concretas y la desesperanza de quienes viven el problema han convertido la ciudad en un lugar donde el miedo es parte de la rutina.
Pero, ¿cómo hemos llegado a este punto? La violencia no surge de la nada, sino que es el resultado de un deterioro progresivo de la convivencia y de la falta de oportunidades.
Muchos jóvenes, sin acceso a educación de calidad, empleo digno o espacios de recreación, terminan envueltos en dinámicas peligrosas que afectan a toda la comunidad. A esto se suma la inacción de las autoridades, que parecen reaccionar más tarde de lo debido, dejando a la ciudadanía en un estado de indefensión.
Sin embargo, vivir con miedo no puede ser la única opción. Es urgente que se adopten estrategias que enfrenten el problema de manera integral.
No basta con medidas punitivas ni con aumentar la presencia policial por unos días; se necesita un plan sólido que contemple educación, apoyo social, recuperación de espacios públicos y, sobre todo, una presencia constante del Estado que garantice la seguridad de sus ciudadanos.
La comunidad de Punta Arenas ha demostrado ser resiliente, pero no puede cargar sola con el peso de esta crisis. La violencia no debe normalizarse, ni el miedo convertirse en la nueva realidad. Es momento de que se escuchen las voces de quienes exigen cambios, porque recuperar la paz en las calles es una tarea que no puede esperar más.