En la geografía extrema de Chile austral, donde se funden los océanos y soplan los vientos más crudos del planeta, emerge una estructura que desafía al aislamiento y al tiempo: el Faro Monumental Cabo de Hornos. Esta construcción, además de servir como guía a la navegación en una de las rutas más complejas del planeta, guarda en sus cimientos el relato vivo de quienes enfrentaron lo imposible para que hoy su luz destelle firme sobre el horizonte.
A diferencia de otros faros cuya historia se alimenta de quienes han habitado su soledad, el Cabo de Hornos también posee el raro privilegio de haber sido reconstruido por manos que luego vivirían en su abrigo. Esta es una historia pocas veces contada, pues no son muchos los marinos que han edificado con sus propias manos el lugar donde resistirán los embates de la naturaleza y forjarán comunidad bajo cielos eternamente variables.
El suboficial mayor Roberto Araneda, hoy el farero en servicio activo más antiguo de la Armada de Chile, revive los días de aquel enero de 2006 como un capítulo épico de compromiso institucional. “Un faro es parte de una historia escrita entre vientos, mar y soledad”, declara, al referirse al desafío que significó desmontar una torre inglesa centenaria y alzar una nueva, más alta, con tecnología nacional y espíritu inquebrantable.
Un desembarco, una misión, y el comienzo de la proeza
“El desembarco en la playa de acceso a la Isla Cabo de Hornos, no fue distinto a los que, como fareros, estamos acostumbrados a hacer”, relata Araneda. “Lo distinto, esta vez, era que sólo llevábamos herramientas, pernería y nuestros enseres necesarios para los 15 días que inicialmente estaban contemplados para nuestra comisión”.
La tarea era ambiciosa: desmontar la torre de 7,5 metros de altura y reconstruirla alcanzando 14 metros, lo necesario para sobresalir por sobre la futura vivienda que se construiría junto a ella. Cada uno de los módulos de fundición pesaba cerca de 300 kilogramos, por lo que incluso los pasos más pequeños se convertían en verdaderos desafíos logísticos.
El ingenio farero y los obstáculos sobre la turba
“El panorama fue desolador”, confiesa el suboficial. “Los módulos que habían sido trasladados previamente por helicóptero, estaban diseminados en un radio aproximado de 100 metros sobre la turba… nuestro primer gran desafío”. Pero como tantas veces, la adversidad fue enfrentada con creatividad y determinación. “Una ronda rápida en nuestro entorno nos brindó la solución: unos tubos metálicos, de lo que alguna vez fue un aerogenerador, se transformaron en las herramientas precisas para ser usadas como rieles”.
Una semana entera fue dedicada solo a transportar los módulos a su lugar. Luego vendría el desarme completo de la torre antigua y el enfrentamiento a nuevas dificultades técnicas: “Los nuevos módulos… tenían una diferencia de 3 mm cada uno. Esto nos obligó a rehacer los hojales que no calzaban y, a la larga, muchas horas más de trabajo”.
Hombres de acero, almas de mar
Con el paso de los días, el peligro aumentaba con cada tramo añadido a la torre. “Cada izaje de los módulos era celebrado como un verdadero triunfo… el peligro era cada vez mayor”, recuerda Araneda. Las herramientas rudimentarias y el clima implacable exigieron temple y trabajo en equipo. “Nuestro equipo no era uno cualquiera; contaba con el espíritu y la mística propios de una raza especial de marinos… los fareros del fin del mundo”.
El proyecto, planificado para dos semanas, tomó 28 días de entrega total. “Hubo lágrimas… de alivio, emoción y orgullo por ver nuestra obra terminada y la luz del nuevo Faro Monumental destellando”, concluye el suboficial mayor Araneda. Para algunos, como el suboficial Muñoz, fue la última misión antes del retiro; para todos, fue una obra imborrable.
Hoy, cada destello del faro no solo orienta a los navegantes. También lanza un mensaje silencioso a través del estrecho: que en el fin del mundo, hubo hombres que supieron levantar luz entre el viento.