La salud no es sólo un conjunto de prestaciones médicas, diagnósticos, tratamientos o estadísticas. Es, ante todo, una red humana que se sostiene gracias al compromiso diario de miles de trabajadores que, en turnos interminables, con recursos a menudo escasos, dan lo mejor de sí para cuidar a otros. Esa red está hoy siendo vulnerada por una oleada creciente de violencia que amenaza no solo la integridad física de los funcionarios, sino también la dignidad del sistema sanitario en su conjunto.

Hace algunas semanas, un grupo de profesionales del Servicio de Atención Primaria de Urgencia de Alta Resolutividad (SAR) Damianovic, en Punta Arenas, fue agredido mientras desempeñaba su labor. Un hecho alarmante que, lejos de ser aislado, parece anunciar un patrón peligroso. Más recientemente, un guardia de seguridad del Hospital Clínico fue atacado, sumándose a una preocupante seguidilla de eventos que afectan tanto al personal asistencial como al administrativo. Estos incidentes no deben, bajo ninguna circunstancia, ser normalizados.

La agresión en contextos de atención de salud es una fractura moral. No sólo pone en riesgo a quienes están ahí para salvar vidas, sino que quiebra la confianza en los espacios que, por definición, deberían ser seguros. Si un recinto hospitalario puede convertirse en escenario de violencia, ¿qué mensaje estamos transmitiendo como sociedad?

Es urgente avanzar hacia una cultura de respeto y protección dentro del ámbito sanitario. Esto implica fortalecer los protocolos de seguridad, mejorar la infraestructura, aumentar la presencia de personal capacitado para manejar situaciones de riesgo, y sobre todo, establecer una línea clara de consecuencias frente a actos de violencia. No podemos permitir que los hospitales y centros de urgencia se conviertan en trincheras donde trabajar se convierta en un acto temerario.

Pero también necesitamos una conversación más profunda. La violencia hacia el personal de salud no emerge en el vacío. Es síntoma de un desgaste social, de una creciente frustración ciudadana, de carencias estructurales y de la erosión del tejido comunitario. Educar en empatía, promover el autocuidado emocional y reconstruir la confianza entre usuarios y profesionales son tareas fundamentales que debemos abordar como parte de una política pública integral.

Porque cuidar a quienes nos cuidan no es sólo un deber institucional. Es una expresión básica de humanidad. Y porque ningún sistema sanitario puede sostenerse si quienes lo hacen funcionar se sienten desprotegidos, desvalorizados o solos frente al peligro.

Invertir en seguridad es, finalmente, invertir en salud. Es reconocer que no puede haber calidad de atención si no hay condiciones dignas para atender. Y es, sobre todo, un acto de justicia con aquellos que todos los días, con vocación y coraje, sostienen lo más valioso que tenemos: la vida.