
Para mí, es un producto natural que surge de una relación con la tierra, le terroir, que dicen los franceses. De la tierra surgen las uvas, que son tratadas con métodos tradicionales para alumbrar el vino. Éste es el resultado de la materia prima, el tipo de barrica, el proceso de fermentación y de una serie de factores aleatorios que aportan diferentes matices a su sabor.
La producción de vino ha sido hasta hace pocas décadas puramente artesanal y, por tanto, limitada. Ahora hemos pasado a la fabricación en serie, como si se tratara de un proceso puramente industrial. Ha surgido la marca, que implica la capacidad de distribuir millones de botellas en ámbitos geográficos muy extensos. El vino se ha convertido en un negocio global, con bodegas que exportan a varios continentes y facturan cientos de millones de dólares. El prototipo de esta globalización es la familia californiana Mondavi, que ha comprado bodegas en Europa, Latinoamérica y Australia, y se ha asociado a cosecheros europeos de la tradición de los Frescobaldi y viejos productores de Burdeos y Borgoña.
Estos nuevos magnates han contratado a los mejores enólogos, que se ocupan de diseñar vinos con un color, una textura y un sabor que los hace muy comerciales. Producen unos buenos caldos, a precios asequibles, con el mismo espíritu que la industria del automóvil.
Cualquier aficionado sabe lo que compra cuando coge una botella de las bien surtidas estanterías de Carrefour o Alcampo, porque el vino ha dejado de ser una sorpresa para convertirse en una marca que garantiza la homogeneidad del producto. No diré que esto sea el final del vino, pero sí un cambio cualitativo que lo desnaturaliza.
Añoro esos vinos familiares, adquiridos en una pequeña bodega, con una personalidad definida y siempre distinta, en función de la calidad de la cosecha. Me gustaría volver a catar esos caldos imprevisibles e imperfectos como un vino blanco que se hacía en Terminón, cerca de Briviesca. Abrir una botella era como subir a una montaña y ver un paisaje desconocido. El vino es ahora una rutina, un producto artificial que ha perdido la relación con su entorno. ¡Qué irreparable frustración!