
El árbol, los árboles, tan necesarios y tan precisos para vivir. Donde hay bosque germina un abecedario de sueños en un mundo de fábula. El universo que los artistas crean, las religiones, filosofías y culturas de todos los tiempos y lugares, han cultivado y se han dejado cautivar de jardines edénicos y de velas frondosas que ensortijan la brisa del tiempo. No puede desaparecer lo que forma parte del camino y es parte de nosotros. Esas matas de lenguajes multicolores, aparte de alentarnos de ilusiones nos alimentan el alma. Naciones Unidas ha dado la voz de acrecentar los bosques de follajes. Una vida sin árboles es una vida sin orquesta, sin color, sin labios en flor, monótona y fría como el mármol de los cementerios, la antesala de la muerte. Sin embargo, las frondosidades son lienzos de luz, que ofrecen no sólo protección para el medio ambiente, también subsistencia para más de mil millones de personas que viven gracias a estos mantos de enramadas vegetaciones. Ciertamente, tras la poesía de los árboles (retención del carbono, sombra, belleza, control de la erosión, fertilidad de los suelos) germina una gran variedad de productos (madera, fruta, medicina, bebidas, forraje), que no conviene derrochar y sí administrar bien. Seguramente tendríamos otra consideración, y no cosecharíamos tanta arboleda perdida, si pensásemos que la naturaleza es inviolable. Sólo hay que descifrar lo que nos dice con sus hechos, entender sus mensajes para guardar respeto. De un árbol, de una arboleda, pende la vida. Líderes mundiales, representantes gubernamentales, empresariales y de la sociedad civil, forman cónclave continuamente para frenar el cambio climático. Se fijan objetivos, pero esos objetivos no parecen lograrse. El propio ajetreo del hábitat con su insostenible economía, sus modos y maneras de engranaje productivo, las costumbres y usos irrespetuosos con el medio ambiente, todo hace predecir lo difícil que va a ser pasar de las palabras a los hechos. A mi juicio, la deuda ecológica en el mundo es más terrible y más grande que la deuda financiera. Es hora de reeducar en el buen gusto por la naturaleza y también de afanarse en plantar árboles, de darles su valor y su valía. No en vano, desde siempre, los árboles han tenido una importancia simbólica en la mayor parte de las grandes religiones del mundo. Así, por ejemplo, el reino de Asurnasirpal II marca el primer gran florecimiento del arte figurativo neo-asirio, que se manifiesta en la decoración del monumental Palacio Real que el soberano hizo erigir en el extremo noroeste de la Acrópolis di Nimrud, la antigua Khalku. Los dos relieves expuestos pertenecen a las lastras dedicadas al tema mítico-simbólico de la adoración del árbol sagrado, un símbolo de la realeza portadora de fecundidad y vida. En cualquier caso, los árboles simbolizan la continuidad histórica de la especie humana, fusionan lo terrenal con el universo y, en muchas culturas, son el lugar donde residen los espíritus benignos o malignos y las almas de los antepasados.