Lograr un objetivo sin importar los medios, los daños colaterales, la decepción de los que se afectarán y la desvergüenza de los descubiertos, es algo común en nuestra convulsionada vida en sociedad. Con el correr de los años y al estar inmersos en una sociedad donde la corrupción está ganando la batalla, no podemos andar por la calle sin saber que en cada paso que demos corremos un peligro constante.
La ausencia de ética en el desarrollo de todo concepto de publicidad ha llevado a sentirnos liberados para actuar de la misma manera. Nos venden productos que tienen fallas, letras pequeñas, elementos que sirven para las llamadas generaciones de no más de un año (caso de los celulares, automóviles y equipos PC, entre otros) y lo hemos aceptado como nuestra realidad. Si el sistema se puede aprovechar de nosotros, ¿cómo no hacerlo con nuestros semejantes?
Hemos visto en los últimos días las “amenazas de tiroteos” con la liviandad de antes, cuando alguien anunciaba una bomba en un restaurante, aeropuerto o avión. Una moda que se ha tomado el sistema y ha obligado a la suspensión de actividades, movilización de efectivos y desalojo de espacios, provocando angustias que, en personas más sensibles, puede causar efectos nocivos a la salud. Ya es un chiste repetido que no cae bien a nadie y donde la libertad para actuar está dejando a los indefensos a expensas de los inadaptados carentes de realidad social y personal. Pareciera que se tratare de personas que han vuelto a jugar a ser los niños, mostrando lo imberbes de sus vidas. Someter a la ciudadanía a una sensación de permanente terror es algo que ya se ha institucionalizado.
La ligereza de las redes sociales ha permitido que estas prácticas se reproduzcan tal cual los robos de cajeros, los autos chocadores, las encerronas, los portonazos, los secuestros exprés y cuanto delito nuevo se le pueda ocurrir difundir. Siempre hay algún aburrido dispuesto a arriesgar. Ahora han comenzado a rayar vehículos estacionados en las calles, sabiendo que actúan con total impunidad porque si a alguno se le ocurrió y no fue sorprendido, ha dejado la puerta abierta a desadaptados que, luego de una noche de carrete, no encuentran nada más simpático que procurar hacer lo mismo. Los grafiteros del Metro de Santiago parecieran ser su inspiración. Será hasta que los capturen y allí comenzará el llanterío de las madres, los amigos envalentonados, las explicaciones de expertos sobre el desapego social producto del encierro pospandemia y las ejemplificadoras sanciones que se les impondrán de cumplir arresto domiciliario nocturno.
Es tan fácil copiar modelos como el caso de dos alumnos de un colegio emblemático agrediéndose. Mientras se elevaban las interminables teorías para explicar esas reacciones, los directivos, inspectores y profesionales miraban sin arriesgarse a ser golpeados igual. La pasividad llevó a repetir esas conductas y ya no se habla de los numerosos colegios que tienen el mismo problema. La evolución de la sociedad y el descuido en la aplicación de la ética en la educación nos pone, hoy, en aprieto. Si un niño es capaz de robar, asaltar, lesionar y asesinar amparado en su minoría de edad, ¿qué se puede esperar de colegios atiborrados, donde se ha perdido el concepto de disciplina y respeto?
En la actualidad, y frente a la disyuntiva que tendremos en 8 semanas más, seguiremos viendo y soportando los lenguajes de terror, de descalificación, de mentira descarada para una oferta que es irreal: “rechazar para reformar”. En este lapso de tiempo, cuando la gente se instruya sobre el texto, sus potencialidades y posibles cambios, y vuelva a recordar las razones por las cuales prefirió con un 78% una nueva Constitución, será más enérgica la conspiración opuesta y comenzarán los insultos y las agresiones. Esas serán las malas artes a las que estamos acostumbrados, como la del matón del curso al que nadie quiere, pero que vocifera y se muestra amenazante, pero que está seguro de que lo hace bien porque es él. Chapotea en su barro, mientras el voto silencioso lo sacará a la pizarra y lo dejará solo y expuesto, precisamente, por sus malas artes.