El escándalo del pago millonario de horas extras a funcionarios públicos es un síntoma de un problema mucho más profundo: la falta de control, el derroche de recursos y la impunidad con la que opera el aparato estatal. Mientras los ciudadanos enfrentan dificultades económicas y ven cómo se dilapidan sus impuestos en prácticas injustificables, el gobierno actual parece más enfocado en mantener privilegios internos que en garantizar una gestión transparente.
No se trata solo de cifras exorbitantes: $11 millones anuales para un abogado del Ministerio de Salud, conductores con sueldos inflados gracias a pagos extraordinarios, y cientos de funcionarios que superan los límites establecidos. Se trata de la falta de voluntad política para corregir estos abusos.
Las autoridades han respondido con evasivas y explicaciones poco convincentes, como si este desfalco fuera una simple irregularidad administrativa y no una muestra de cómo la burocracia se ha convertido en un espacio de enriquecimiento personal. ¿Dónde está el compromiso real con la transparencia? ¿Dónde están las sanciones ejemplares? ¿O acaso el gobierno prefiere mirar hacia otro lado y proteger a quienes se benefician de estas prácticas?
La administración actual ha demostrado ser más hábil para justificar ineficiencias que para resolverlas. Este escándalo no es un caso aislado, sino parte de un patrón preocupante de falta de liderazgo, gestión deficiente y ausencia de escrutinio en el uso de recursos públicos. Si no se toman medidas concretas -auditorías severas, sanciones firmes y reformas estructurales- seguiremos viendo cómo el Estado se convierte en un feudo de privilegios para unos pocos, mientras la ciudadanía sigue esperando un gobierno que realmente gobierne para ellos.