Hace ya diez años que la Ley Ricarte Soto irrumpió en el escenario de la salud pública chilena como una promesa de justicia sanitaria. Nacida del clamor ciudadano y bautizada en honor al periodista que visibilizó la crudeza de enfrentar una enfermedad de alto costo sin respaldo estatal, esta ley ha sido un hito en la protección financiera de pacientes con diagnósticos complejos. Sin embargo, a una década de su implementación, es momento de preguntarnos: ¿Ha cumplido con su promesa?
La Ley N° 20.850 fue diseñada para cubrir tratamientos de alto costo que, de otro modo, serían inalcanzables para la mayoría de las familias chilenas. A la fecha, ha financiado terapias para 27 patologías, de las cuales 19 corresponden a enfermedades poco frecuentes. Este avance no es menor. Ha significado alivio para miles de personas que antes enfrentaban la disyuntiva entre endeudarse o renunciar a vivir.
Pero el camino no ha estado exento de obstáculos. Uno de los principales desafíos ha sido la opacidad en los criterios de inclusión de nuevas patologías. ¿Por qué ciertas enfermedades entran en la cobertura y otras no? ¿Qué rol juegan los laboratorios, los comités técnicos y las presiones sociales en estas decisiones? La falta de transparencia erosiona la confianza pública y deja a muchas familias en un limbo de incertidumbre.
Además, la ley ha sido criticada por su limitada capacidad de adaptación frente a los cambios demográficos y epidemiológicos del país. El envejecimiento de la población, el aumento de enfermedades crónicas y el avance de la medicina personalizada exigen una actualización constante del catálogo de prestaciones. No basta con celebrar lo logrado; es urgente anticipar lo que viene.
Otro punto crítico es la equidad territorial. Mientras en Santiago el acceso a los tratamientos garantizados es relativamente expedito, en regiones extremas como Magallanes o Aysén, los pacientes enfrentan barreras logísticas, falta de especialistas y demoras que contradicen el espíritu de la ley.
La Ley Ricarte Soto fue un acto de justicia, pero la justicia no puede ser estática. Requiere vigilancia, evaluación y, sobre todo, voluntad política para corregir el rumbo cuando sea necesario. A diez años de su promulgación, el desafío no es solo mantenerla, sino transformarla en una política verdaderamente inclusiva, transparente y sostenible.
Porque la salud no puede depender del azar ni del apellido de una ley. Debe ser un derecho garantizado con dignidad para todos.