En un escenario político cada vez más marcado por la desconfianza ciudadana y el desencanto con las instituciones, emerge una candidatura huérfana de respaldo, sostenida más por la necesidad de llenar un vacío electoral que por convicción o entusiasmo popular. La figura que hoy representa al progresismo parece arrastrar no sólo su propia fragilidad política, sino también la crisis estructural de una izquierda que no supo responder a las expectativas que ella misma alimentó.
El Frente Amplio, que hace apenas unos años irrumpía con fuerza prometiendo renovación, transparencia y justicia social, ha perdido su impulso transformador. El ejercicio del poder mostró sus grietas: conflictos internos, falta de coherencia programática, y una evidente desconexión con las prioridades del ciudadano común. Lo que se ofrecía como una alternativa a la política tradicional terminó, a ojos de muchos, reproduciendo sus mismas lógicas.
Tras este desgaste, los partidos del socialismo democrático han intentado rearticular el bloque progresista, pero con resultados decepcionantes. Sus mensajes no movilizan, sus vocerías carecen de frescura y su narrativa no logra inspirar ni siquiera a sus bases históricas. En medio de este panorama, el electorado de centroizquierda, cansado de promesas sin cumplimiento y liderazgos sin rumbo, comienza a dispersarse entre la apatía y la búsqueda de alternativas fuera del eje tradicional.
La actual candidata, lejos de convocar mayorías, parece ser el reflejo de un proyecto en retirada. No hay relato, no hay mística, no hay horizonte. Y sin esos elementos, es difícil generar adhesión en tiempos de crisis de sentido como los que vivimos. La política exige algo más que cálculo y presencia en redes sociales: necesita convicciones claras, capacidad de escucha y una conexión auténtica con los dolores y esperanzas de la gente.
Tal vez ha llegado el momento de dejar de insistir en fórmulas gastadas y nombres repetidos. Tal vez la centroizquierda, si quiere reconstruirse, debe volver a preguntarse por su sentido histórico. No basta con unir siglas o negociar cupos; se requiere un proyecto ético y político que le devuelva a la ciudadanía el deseo de participar.
Porque si la única candidatura disponible no tiene respaldo ni entusiasmo ciudadano, quizás el problema no radica únicamente en la figura... sino en lo que representa: una política que ya no interpela ni transforma.