El reciente intento de agresión de un estudiante a otro con un cuchillo en las inmediaciones de un establecimiento educacional de Punta Arenas, primero dentro y luego fuera del recinto, es un llamado de atención urgente. Este lamentable suceso no es un hecho aislado; se suma a una preocupante ola de violencia que, post-pandemia, parece haberse instalado tanto dentro como fuera de las aulas. La pregunta que resuena en el aire es: ¿Qué está sucediendo con nuestros jóvenes?
Es innegable que la pandemia de Covid-19 alteró profundamente la vida de todos, y especialmente la de niños y adolescentes. El encierro, la interrupción de rutinas, la incertidumbre y la sobreexposición a pantallas pudieron haber generado un caldo de cultivo para el aumento de la ansiedad, el estrés y la dificultad para gestionar emociones. Ahora, con el retorno a la “normalidad”, estamos viendo las consecuencias en forma de conductas agresivas que antes quizás no eran tan prevalentes o explícitas.
La escuela, que debería ser un espacio seguro para el aprendizaje y el desarrollo, se ve hoy desafiada por esta realidad. Los profesores y directivos, a menudo sin las herramientas ni el apoyo necesarios, se encuentran lidiando con situaciones complejas que exceden su rol pedagógico. Pero la responsabilidad no recae únicamente en los establecimientos educacionales. La violencia estudiantil es un síntoma de problemas más profundos que nos atañen como sociedad.
¿Estamos prestando suficiente atención a la salud mental de nuestros jóvenes? ¿Les estamos enseñando a resolver conflictos de manera pacífica? ¿Existen espacios seguros donde puedan expresar sus frustraciones y miedos sin recurrir a la agresión? Es fundamental que como padres, apoderados, educadores y comunidad en general, nos hagamos estas preguntas y busquemos respuestas colectivas.
Enfrentar esta problemática requiere un enfoque multidisciplinario y colaborativo. Necesitamos fortalecer los programas de salud mental en las escuelas, capacitar a los docentes en manejo de conflictos y detección temprana de conductas de riesgo, e involucrar activamente a las familias en la educación emocional de sus hijos. También es crucial fomentar el diálogo abierto y respetuoso entre los estudiantes, promover la empatía y reforzar los valores de convivencia y tolerancia.
Lo ocurrido en Punta Arenas debe servirnos como un punto de inflexión. No podemos permitir que la violencia se normalice en nuestros espacios educativos. Es hora de actuar con determinación, priorizando el bienestar de nuestros jóvenes y construyendo entre todos un ambiente escolar y social donde la agresión no tenga cabida.