“Deja echada una cargada”, la expresión la mutilaron el tiempo y los cambios energéticos, pero en el pasado se refería a poner carbón mineral en la cocina antes de salir fuera de casa o entrar al sueño. La cotidiana tarea de ganarle al frío y resguardar la temperatura del hogar, tenía también de aliado a la leña.
Entonces, las cocinas de fierro resistían con dignidad la fuerza del mineral negro, y las comidas tenían el sabor del guisado a fuego lento. La familia compartía alrededor del caño que en esos tiempos quedaba rojo por el poderoso calor y la cafetera siempre estaba lista para atender o animar la conversación.
En todas las casas había un espacio destinado a la leñera y carbonera. El mineral llegaba en sacos, mientras que la leña en rajones. Distintas empresas familiares la distribuían, primero en carretas tiradas por caballo; y, más tarde, en camiones.
En el Gobierno del Presidente Salvador Allende, a inicios de los años setenta, el uso del gas se masificó y la empresa Gasma cumplió la tarea de hacer el cambio en las instalaciones. Algunos hogares adaptaron el viejo armatoste de fierro y otros seducidos por la novedad de las cocinas a plato, más débiles y prácticas, optaron por una mudanza radical, aunque no duró mucho y volvieron a la cocina magallánica, incluso manteniendo los dos estilos.
Hoy, entre la ciudad que se fue y la que quedó la cocina de las tierras australes continúa, con sus sueños transpirados de leña, carbón y gas, tan presente que no tiene todavía fecha de jubilación. En sus entrañas metálicas habitan nuestra historia, costumbres, y cada cierto tiempo, sin proponerlo siquiera, retornamos siempre a ese pasado de palabras cobijadas en el calor distinto de Magallanes que devuelven el sentido social a la vida y abren la mesa al forastero.