La experiencia de recoger la basura

General
03/08/2013 a las 12:14
En los últimos días de golpe el país entero reconoció su importancia y una pequeña grieta se rasgó como una bolsa plástica, dejando al descubierto la dura vida de los hombres que limpian los desperdicios de la ciudad. El día que no se retiraron los desperdicios en Punta Arenas, apareció otra ciudad: Más de 200 toneladas de basura quedaron bajo la custodia de perros, en su mayoría, abandonados por personas que en el pasado les acariciaron el lomo. Y bajo la bazofia, la incertidumbre hizo visibles a los recolectores y su rol. Todos los extrañaron. Entonces los dirigentes, haciendo un gesto noble aceptaron salir, a la espera de una respuesta favorable a sus demandas. El próximo lunes deberían tener una solución.
19.20 horas. Ignacio carrera Pinto casi esquina Armando Sanhueza. La noche está fría, pero agradable. Desde la luz tenue de algunas ventanas se logra divisar a algunas familias saborear una espléndida once. Para nosotros, la jornada comienza...
En un minuto tengo el buzo puesto y a los 43 años, me cuelgo del camión. “Tiene que agarrar la cuerda primero, después saltar al peldaño, si no se va a caer”, advierte Héctor. Es la primera capacitación improvisada que recibo.
No hay tiempo. Hay que ganarles a los perros la esquina. Pululan por todos lados, moviendo la cola. En el fondo –pienso-, también son productos desechables de una sociedad que abandona lo que no necesita.
A los minutos ya agarro la primera mochila de basura y un líquido me escurre por dedos y manos.
-Puede ser cloro, algunas personas le ponen a las bolsas para espantar a los perros –insinúa uno de los compañeros de labor.
-Claro que parece que fuera para nosotros, porque nos cae siempre –explica otro, mientras carga un tacho y lo sacude en la mandíbula de fierro del camión.
-¿No tiene guantes? –pregunta Héctor. Usa un pasamontañas. No le gustan las fotos, asegura que prefiere que no vean lo que hace. Va a la cabina y al rato me pasa unos: “¡Póngaselos!”.
Los límites de la ruta de sur a norte son: Avenida Colón con calle Angamos; mientras que de mar a cerro, comprende Avenida Costanera con Avenida España. Casi el corazón del centro. Por ahí hay recovecos, pasajes, calles cerradas que pasamos, siempre colgando, afirmados de un fierro que cruza la parte trasera del vehículo o de sogas deshilachadas que soportan el peso del cuerpo. Al final la seguridad depende del instinto y la buena fortuna. Estar atento. Cuidarse uno y cuidar al otro. Siempre alguien me adelanta la cuerda… Otro me ayuda con el tarro pesado.
Las dos primeras horas, los diálogos son lacónicos.
En el aprendizaje, los tarros cansan más que las bolsas, pero son más higiénicos, siempre y cuando la basura en el interior también esté en bolsas.

Comprimir la basura
Muchas calles céntricas están cortadas. Eso nos obliga a trasladar a pie varios metros la basura, la mayoría en bolsas débiles, de supermercado… dos, tres, cuatro, todo lo que las fuerzas permitan y arrojarlas al camión:
“¡Prensa!” –grita Héctor, y agarra dos palancas, ubicadas al lado derecho. El camión para y las fauces metálicas comienzan a comprimir botellas, cajas, plásticos, latas… La capacidad aguanta 19 metros cúbicos aproximadamente. Una vez lleno, hay que ir al vertedero, hasta allá son 16 kilómetros hacia el sur y luego tomar un camino de tierra siete kilómetros contra el mar. Luego regresar si la tarea quedó inconclusa. Los lunes y martes el caudal de basura aumenta considerablemente en el sector centro y los días festivos más aún. Y ahí es fácil pasar las ocho horas laborales, con idas y vueltas.
Daniel Choque no se queda atrás. Sacó licencia para conducir camiones y hace poca la de maquinaria pesada. Está desde diciembre en su puesto de chofer y no tiene pelos en la lengua. Quizás su único temor es no hacer bien “la pega”, dice. Tiene que lidiar con autos que intentan adelantar en estrechas calles, justo cuando el camión está prensando o los “muchachos” cargan la basura.
-Perdón, ¿Choque es su apellido? –pregunto.
-No te imaginas las de bromas que me hacen, incluso a veces piensan que yo les estoy tomando el pelo –cuenta, mientras asiente con su cabeza.
“Acá es complicado, uno tiene que estar pendiente de los espejos, de los muchachos… Preocupado de cuando prensan, en las poblaciones los pasajes están llenos de autos mal estacionados, en calles angostas y hay que evitar pasar llevar un espejo”, así resume su trabajo. Cuando el lugar lo permite, también baja y carga bolsas.
“Hay choferes que se enojan, quieren adelantar… Y es peligroso… Por eso estoy de acuerdo con el paro, los sueldos son muy bajos para los cabros… Me saco el sombrero por ellos, y también por los viejos que llevan varios años, tienen más de cincuenta años y andan a la par, saltando, corriendo, sin arrugar, esos sí que son duros”, indica.
“Está bien el paro, los sueldos de los muchachos son muy malos… Contar lo que viven los cabros no es lo mismo que vivirlo, así que buena que haya venido, ojalá algunas autoridades lo hicieran”, desafía Choque, quien espera en el futuro trabajar con maquinaria pesada: “Mi aspiración es poder desarrollarme en lo que sé y ojalá en el futuro trabajar en alguna empresa como Mina Invierno”, confiesa sin pudor.

250 mil pesos bruto
Colgados del camión, Rodrigo, de 25 años, dice que él nunca ha tenido ningún tipo de accidentes, pero que lo típico son mordeduras de perro, cortes por botellas o caídas en la escarcha, en los tiempos de invierno: “Porque acá salimos todos los días, no hay pausa, siempre hay basura y alguien tiene que sacarla”.
Cubre su cabeza con un pañuelo. No es primera vez en la empresa. En este último período lleva siete meses. Sus ojos están en su hija Antonella que debiera nacer la próxima semana, su hijo mayor tiene cinco años.
“En el futuro, me veo en otro lado… No veo porvenir acá por las monedas… Soy auxiliar, y gano 250 mil pesos bruto”, cuenta Rodrigo.
En el paso por el centro, todos están algo sorprendidos, porque algunos tocan la bocina, agradeciendo el trabajo.
-¿Y consiguieron que les aumentaran el sueldo? –pregunta una señora, mientras entrega su bolsa.
-No sé –dice Rodrigo-, toma la bolsa y la lanza a las fauces metálicas del camión.
-¡Este país anda como las pelotas! –Refunfuña la señora-. Tienen que seguir no más –insta-, exijan sus derechos.
No hay tiempo para dialogar, en la esquina de Magallanes con Ignacio Carrera Pinto hay varios tarros, cajas, comida saliendo de bolsas mal cerradas. El olor es punzante, pegajoso, la otra cara del consumo en su expresión más surrealista. Siento náuseas. No aguantaría otro día. Héctor, Luis, Rodrigo, entre todos sacamos la basura, intentamos recoger lo que se esparce en la vereda, pero limpiar todo significaría estar al menos una hora en ese lugar y no hay tiempo. Tampoco es parte del trabajo.
En otras calles encontramos colchones, persianas, bolsas con tierra y pasto que al levantarlas se rompen: “Nosotros no podemos ingresar a las casas y la gente deja las bolsas colgando al otro lado del cerco, claro, para ellos ponerlas es fácil, pero sacarlas desde la calle, cuando a veces te ponen el auto, es difícil y si algo se raja, al tiro salen y te retan… ¿Y qué puede hacer uno? Quedarse callado no más”, lamenta Héctor. Tiene 24 años y un bebé de dos años que es la energía que le da fuerzas para agarrar los desperdicios de otras personas.
-Uno se acostumbra, los primeros días es más difícil. ¿Cuéntenos después si va a andar molido luego de acompañarnos? –Pregunta y todos se ponen a reír-. Mi papá trabaja acá, ha estado en casi todas las empresas que han ganado la licitación del aseo. Lleva más de 33 años en el rubro, él me trajo y yo me quiero aguantar acá, aprovechar los años de trabajo, la empresa es buena.
La escarcha a todos los bota
El día está impecable. Lo más complicado es trabajar con escarcha. No hay nadie que no pueda decir que no se ha caído. La lluvia también aburre, el agua llega hasta las entrañas, confirman todos.
Pasando por calle Mejicana veo un rostro conocido. Lo miro fijo. Baja la cabeza. Mira hacia otro lado. Me esquiva. Voy colgando del camión. En Sarmiento, una amiga que pasa tampoco me reconoce, mira de reojo. A otros les da un poco de vergüenza mirar a la cara cuando entregan la bolsa de basura.
“La gente no siempre valora lo que hacemos, creo que quizás no saben todo lo que significa. Claro que hay personas buenas que nos regalan ropa y cosas, sobretodo en Navidad, Fiestas Patrias”, cuenta Luis, de 28 años. Su pareja espera su primer hijo y lo único que desea es tener estabilidad y un buen sueldo para poder cumplirle.
Una vez en el centro, Luis llega con churros. Nos ofrece a todos. Doy las gracias pero paso, todavía los olores giran como lavadora por mi estómago. La señora del puesto que está en Bories, casi llegando a Avenida Colón se los dio.
Las horas volaron y pasado la una de la mañana, enfilamos hacia el vertedero. Desde el centro son 16 kilómetros al sur y de ahí hacia el cerro siete kilómetros y medio, aproximadamente. El camino es sinuoso, a ratos un temblor nos sacude (vamos en la cabina).
“Como usted ve, vamos a ciegas… Prenden sólo a veces las luces… En ocasiones uno se queda empantanado, los camiones sufren mucho y los arreglan tarde mal y nunca… En la noche somos dos camiones. El otro día uno quedó enterrado, nosotros habíamos terminado, no sabíamos, si no lo hubiéramos ido a rescatar, porque acá hay mucho compañerismo… Al final, uno bota a ciegas la basura, nos pasan una linterna y con eso nos arreglamos”, va contando Choque, sin pelos en la lengua.
La ciudad de Punta Arenas no tiene tratamiento para los desperdicios, todo va al mismo lugar. Es como quien barre la basura de la casa, y cuando nadie lo ve, la esconde debajo de la cama, creyendo que así resuelve el problema.
A varios días de acompañar a los trabajadores de un turno, durante ocho horas, por las frías calles de Punta Arenas, todavía late el olor punzante y afloran las imágenes de charcos nauseabundos chorreando generosos por las bolsas de plásticos. Aún persiste el olor pegado a la ropa, el barro en los zapatos. Son huellas digitales imborrables después de cada jornada. Rodrigo, Héctor, Luis, y Daniel son los protagonistas, junto a más de setenta personas que dignifican la ciudad de Punta Arenas, sacando la basura de la puerta de su casa.

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