
La investigación de casi un año, dirigida por el juez australiano Michael Kirby y plasmada en 372 páginas con centenares de testimonios, expone en detalle y con inusual crudeza los procedimientos empleados durante décadas por el régimen estalinista norcoreano, sus instituciones y funcionarios, contra centenares de miles de personas en sus campos de prisioneros: muerte por hambre, torturas, ejecuciones sumarias, violaciones, trabajos forzados, infanticidios. En cuatro de esos infiernos y ante la pasividad internacional permanecen entre 80.000 y 120.000 detenidos. Sobre el resto de los norcoreanos, el control es absoluto, incluyendo el uso de la comida como arma política.
Es improbable, sin embargo, que el informe, denunciado por Pyongyang como una conspiración de sus enemigos, sirva para llevar a los responsables de este terror de Estado ante la justicia internacional. Las abiertas críticas con que Pekín, principal aliado y sostén de Corea del Norte, ha acogido el aplastante documento anticipan que, llegado el caso, utilizará su veto en el Consejo de Seguridad para impedirlo. China, mencionada directamente por vez primera, está implicada de hecho en los horrores norcoreanos, mediante su política de repatriar a aquellos que escapan de la tiranía a través de la frontera común. “Los temas de derechos humanos deben resolverse mediante el diálogo constructivo”, ha sido su ritual y cínica respuesta inicial a las indagaciones de la ONU.
La presión occidental sobre Corea del Norte, impulsada por Estados Unidos, lleva años centrada exclusivamente en los avances de su armamento nuclear. Pero el relato de los crímenes de Pyongyang exige de las potencias democráticas, más allá del contencioso atómico, una modificación sustancial de su actitud ante un régimen que evoca el totalitarismo nazi y cuyos procedimientos avergüenzan a la humanidad.