
No es de extrañar, ya que el prototipo de intelectual patrio es Risto Mejide, filósofo de alcantarilla que lleva gafas de sol hasta para bucear en la inmundicia. Será por eso que lo ve todo negro excepto, quizá, la cloaca de su propia alma. ¿Para qué leer un libro en este país si hasta Risto puede escribir uno?
Hace tiempo que agotamos la tríada clásica de tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro. Hoy, en España, para ser un hombre de provecho hay que fundar una ciudad por lo menos, aunque sea una ciudad de pega como ese populoso espejismo saharui con el que el Pocero soñó con emular Las Vegas. Seseña: he ahí el más acabado ejemplo de lo alto que puede caer uno en este tiempo idólatra que adora a la par el becerro de oro y la hormigonera. El Pocero no necesitó la escuela ni la alcachofa de la ducha para encaramarse a la cúspide de la escala biológica. Pero no estaba solo: a su lado se erguía José Luis Martín, otro perfecto ejemplar de self madelman a la española, es decir, un taxista de pueblo que llegó hasta la alcaldía de Seseña a puro golpe de chiripa, sin más letras que las del banco ni más números que los de la lotería.
De Marbella a Seseña, pasando por la mafia italiana, se alza la línea Maginot del auge inmobiliario, la columna vertebral de tantas y tantas fortunas patrias cuyos sólidos cimientos se encuentran, en última instancia, en el hagan juego, señores. Para qué va a estudiar un chaval hoy día si puede dedicarse a telejuez de horteradas o a ganar a los ciegos cinco veces seguidas.