
Es cierto que tan monstruoso montón de desperdicios no posee cerebro ni inteligencia alguna pero los programadores de televisión tampoco y dominan nuestras vidas. Básicamente, la isla está formada por trozos de plástico desmenuzados, batidos por el mar y desplazados por las grandes corrientes oceánicas. Ese inmenso campo flotante es ingerido por los peces e incorporado a la cadena alimenticia hasta concluir en la cocina de casa, donde produce problemas de próstata, ataques de violencia y retraso mental, entre otros efectos secundarios.
Todo esto es mala publicidad, por supuesto. Salvo cuando lo tapan los pezones de Pamela Anderson, el plástico siempre ha estado mal visto. Es una pena porque ningún otro material nos ha dado tanta felicidad y nos ha hecho pasar tan buenos ratos a cambio de tan poco. Nuestros juguetes de la infancia -aquellos volquetes tirados por una cuerda, aquellos muñecos articulados con la cara de Hemingway- estaban hechos de plástico. También las carpetas en la que guardábamos nuestros apuntes, la funda con la que forramos nuestros libros, los bolígrafos y sus precisos capuchones. Sin el plástico no hubiéramos podido jugar, ni estudiar, ni siquiera echar un polvo a gusto, con la certeza de saber que la cosa no desembocaría en una tripa, en un altar o en una estadística del Sida.
Abominamos ahora del plástico lo mismo que del tabaco, traicionando la confianza depositada en esos viejos amigos que antaño nos hicieron pasar tan buenos ratos. El hombre es una especie ceñuda y desconfiada, que se flagela con el mismo látigo con el que se daba placer, y truena y despotrica donde antes alzaba templos y alabanzas. No somos más que dinosaurios con ínfulas, simios sentenciados. Mientras tanto, en su archipiélago hawaiano y en su embajada de Almería, el plástico aguarda el momento de heredar la Tierra.