La pobreza es de todos por Rodrigo Cárcamo Hun

General
20/07/2010 a las 18:00
La reciente encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (Casen), realizada cada 3 años, arrojó un saldo de 2,5 millones de chilenos vulnerables socialmente, y unos 600 mil aproximadamente en situación de indigencia. En una primera consideración, esto ha llevado inevitablemente a que algunos nostálgicos del poder se acusen mutuamente; unos justificando su “peor es nada” de cuatro gobiernos democráticos, atribuyendo los actuales resultados a factores exógenos que inevitablemente afectaron en el último cuatrienio socialista; otros, haciendo un mea culpa, con duda atribuible, del conformismo y aburguesamiento que los distanció de sus bases populares por todo un siglo de historia política e institucional y que suponen la consistencia de lo que es un gobierno socialista. Todo esto, lejano de lo necesario a una democracia de consenso. Por su parte, en el oficialismo, se eximen de responsabilidad, a la vez que atribuyen culpas,  y proponen promesas para contener esta progresiva “mala noticia”. Algo que sabe a anacronismo de palabras que tienen mucho de discurso electoral y poco de gobierno y de un poder legitimado por la elección libre de una ciudadanía. Y con lo anterior, puede ser la clase política y su praxis la responsable de esta brutalidad, pero también es la ciudadanía la primera culpable cuando hablamos de lo que está tras estos números, que es lo que a corto plazo ya se puede – o podía – contener y transformar; la dimensión humana de estos miles de chilenos. Y desde el utilitarismo, entendido como el bienestar como único criterio de felicidad, cabe la pregunta ¿La felicidad se mide por la cantidad o por la calidad de los placeres? Siendo la cantidad el enfoque clásico de una política gubernamental y la calidad lo que internamente se desarrolla por el contacto humano, claramente la calidad del placer prevalece por sobre la cantidad y siendo el más importante del primero, el placer del espíritu por sobre el del cuerpo. (Stuart Mill s XIX). Por eso un peso de supermercado, no tiene valor frente al culto espiritual de un cigarro o una conversación con uno de esos millones. Es así como debemos ir más allá de ese “principio del daño” y conjugar los intereses privados con los públicos o humanos del otro, sabiendo que ello no conlleva a una relación inversamente proporcional entre la satisfacción privada y pública, que es lo que muchos, desde su libertad, temen o malentienden y que por el contrario, el sacrificio de un individuo por el bien común o público es la virtud máxima a la cual puede optar, desde esta perspectiva, una persona que se dice altruista y con vocación de servicio público. Además, sería el intento de una reivindicación de esa idea de “servicio público”, tergiversada permanentemente por los políticos y por los que ya desde las juventudes partidistas, comienzan a perder la verdadera esencia de todo esto.

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