Consecuencia y tozudez son dos conceptos que, al emplearlos dentro del ámbito político, suelen confundirse; razón por la cual, bien vale la pena tratar de precisar su sentido. En la política, valoramos, sin mayor reflexión, la consecuencia y condenamos fácilmente la tozudez. Y pareciera lógico que así sea. Por ejemplo, se dice que alguien que ha mantenido por décadas una posición determinada, siendo disciplinada y ciegamente apegado a una ideología, cual si fuera religión, es una persona consecuente. Se respeta y hasta se valora esa suerte de “compromiso”, incluso cuando éste dice relación con ideas con las estamos en total desacuerdo. Y aunque estemos convencidos que tal compromiso se ha quedado estampado en un pasado de fracaso, tenemos tendencia a respetar a quien consideramos ser alguien consecuente. “Siempre ha pensado igual” —decimos entonces— sin interrogarnos mayormente.
El tozudo, en cambio (obstinado, testarudo, dice también la RAE) es quien, apegado a sus ideas, las que considera como las únicas válidas, se cierra completamente al diálogo, o solo lo acepta, circunstancialmente, con el propósito de sacar partido. Se comporta como un hincha de barras bravas que salta en la galería. El tozudo anhela tener la razón, cueste lo que cueste. En política, donde el arte de dialogar y ceder es seguramente el principal atributo de todo aspirante o practicante, la tozudez es siempre un obstáculo, y sus representantes, simplemente, no sirven.
Pero, ¿será tan así? ¿No estaremos acaso comprendiendo erradamente los conceptos? Veamos: el diccionario define cuatro acepciones de la palabra consecuencia. Con relación a aquella a la que hacemos alusión, nos dice: “Correspondencia entre los principios que profesa una persona y su conducta”. O sea, se es consecuente, únicamente con relación a los principios que se profesan. Consecuencia sería actuar conforme a lo que se piensa, apegado a sus valores y convicciones. Eso no quiere decir —¡para nada!— que el actuar deba permanecer inalterable en el tiempo, que no esté sujeto a dudas, evolución, adaptación, enriquecimiento. Toda la filosofía, desde los clásicos griegos a los pensadores post modernos, no hace otra cosa que confirmar la duda como elemento motor del pensamiento, y la evolución permanente de las ideas. Y creo que aquí reside el meollo de la confusión. Con el tiempo, las personas aprenden, adquieren mayor experiencia, cuentan con más conocimiento, se nutren de los avances de la historia y de la ciencia. Nada más normal entonces que sus ideas estén llamadas a cambiar. ¿Quién, durante su vida, no ha experimentado cambios en sus convicciones y su actuar? La frase que se atribuye al filósofo alemán, Emmanuel Kant, es aquí pertinente: “el sabio puede cambiar de opinión, el necio nunca”. Y podríamos agregar: cambiar de opinión y seguir siendo consecuente.
Dicho esto, quien por décadas mantiene una convicción irrestrictamente apegada a una ideología —cualquiera sea ésta—, que no experimenta la más mínima duda, que no asume de una u otra manera alguna contradicción, que cual fanático repite consignas, siendo incólume a los cambios de circunstancias y ciego ante los hechos, tiene más de tozudo que de consecuente. Y en la política contingente los hay; y lamentablemente, son bastantes. Esto debiera llevarnos a pensar en otra diferenciación entre las corrientes políticas que se manifiestan en nuestra sociedad contemporánea. Las opciones tradicionales de izquierda y derecha no parecen ser muy adecuadas en este caso. Existen los que dudan, evolucionan, aceptan cambios con amplitud de espíritu, toman en cuenta las lecciones de la historia, dialogan —y de éstos los hay en la izquierda y en la derecha—; y están quienes se aferran tenazmente a ideas inalterables en el tiempo, las que consideran como las únicas verdades reveladas, explicándonos que poseen un valor científico, y ello a pesar de los avatares de una historia que ha demostrado su naufragio. Con estos representantes que llevan anteojeras, los diálogos suelen ser complicados. Para mí, al menos, los primeros podrían ser catalogados como los verdaderos consecuentes; a los segundos, en cambio, lo correcto sería atribuirles más bien la tozudez. Inquietantemente, en los tiempos actuales, abundan estos últimos.