Chile atraviesa un momento de incertidumbre social y política que nos tiene atrapados entre la desconfianza hacia las instituciones y un creciente temor por la inseguridad. Estos dos fenómenos, aparentemente separados, están entrelazados en un ciclo vicioso que alimenta una sensación generalizada de crisis.
La clase política chilena ha perdido, en los últimos años, una considerable cantidad de credibilidad. La serie de escándalos de corrupción, la ineficiencia en la gestión pública, y la constante polarización entre los distintos bloques han erosionado la confianza que los ciudadanos depositaban en sus representantes. A pesar de los cambios que ha experimentado el país en términos sociales, económicos y políticos, la sensación de que la política sigue desconectada de las necesidades reales de la gente persiste.
Por otro lado, la inseguridad ha pasado a ser una de las principales preocupaciones de la población. Chile, históricamente considerado uno de los países más seguros de América Latina, ha visto cómo los índices de delincuencia se disparan en los últimos años. Desde el aumento de los delitos violentos, como los asaltos armados, hasta la proliferación del narcotráfico y las bandas organizadas, la sensación de vulnerabilidad ha calado hondo en la ciudadanía.
Lo alarmante de la situación es que la respuesta de la clase política frente a este problema no ha sido efectiva. En lugar de una estrategia de seguridad integral que combine prevención, educación, y una reforma al sistema judicial, se ha optado por medidas fragmentadas que solo parecen atender las consecuencias sin abordar las raíces del problema. La retórica política se ha centrado en la “mano dura”, pero sin una estrategia coherente que logre reducir las causas estructurales de la violencia.
La desconfianza en los políticos y la creciente inseguridad se alimentan mutuamente en un círculo vicioso que es difícil de romper. La falta de confianza en la capacidad de la clase política para manejar los problemas del país genera una sensación de impotencia en la población, lo que aumenta la ansiedad social y, por ende, el temor a la inseguridad. Los ciudadanos, al sentir que el Estado no está haciendo lo suficiente para garantizar su seguridad, comienzan a buscar respuestas fuera de las instituciones formales, lo que puede desembocar en una mayor polarización y en la búsqueda de soluciones individuales, como la contratación de seguridad privada o la organización de grupos de autodefensa.
La política, en lugar de trabajar para desactivar estos discursos divisivos, tiende a utilizarlos para ganar apoyo de ciertos sectores, lo que termina profundizando la fragmentación social.
Chile está en una encrucijada. La desconfianza hacia la clase política no se resolverá con medidas superficiales ni con más promesas vacías. Es necesario un cambio profundo en la forma en que se concibe la política y la manera en que las instituciones interactúan con la ciudadanía. La seguridad, por su parte, requiere un enfoque integral que no se limite a la represión, sino que también considere aspectos como la educación, la prevención de la violencia y la rehabilitación de los infractores.
Si Chile quiere superar este período de crisis, será necesario más que una simple reforma institucional o medidas de seguridad; será esencial reconstruir el pacto social, basado en la transparencia, la inclusión y el respeto mutuo. Sin ello, la desconfianza seguirá alimentando la inseguridad, y la inseguridad continuará erosionando la confianza, en un ciclo interminable.