Hasta hace no mucho, la violencia escolar nos parecía una problemática lejana, algo que se veía en las noticias de grandes urbes o en reportajes internacionales, pero que rara vez tocaba la puerta de nuestros hogares en Magallanes. Sin embargo, esa percepción ingenua se ha desmoronado brutalmente en las últimas semanas, dejando al descubierto una realidad inquietante: la violencia ha llegado a nuestras aulas y sus alrededores, con consecuencias que nos obligan a reaccionar.
Hace apenas una semana, la comunidad se conmocionaba con un incidente protagonizado por estudiantes del Liceo María Behety. Lo que comenzó como una discusión dentro del establecimiento escaló hasta un enfrentamiento con machetes en las cercanías del colegio. Un acto de barbarie impensable para nuestra región, que puso en evidencia la alarmante escalada de agresividad entre jóvenes.
Y si creíamos que este episodio era un caso aislado, la realidad nos dio otra bofetada ayer. Un alumno del Colegio Pedro Pablo Lemaitre fue agredido fuera del recinto por un estudiante de otro establecimiento, resultando apuñalado. Este nuevo incidente no sólo reitera la presencia de la violencia, sino que subraya la facilidad con la que se traspasan los límites y la magnitud de las agresiones.
La pregunta que resuena en cada rincón de Magallanes es ineludible: ¿Hasta dónde llegará esta violencia? Y más importante aún, ¿qué estamos haciendo como sociedad?
La preocupación es palpable. Padres, apoderados, docentes y la comunidad en general se preguntan por el rol de las autoridades. Tras los recientes acontecimientos, se ha conformado una mesa de trabajo. Pero, ¿es suficiente una mesa de trabajo cuando la urgencia de la situación demanda acciones concretas e inmediatas?
No podemos permitir que estos hechos se transformen en la nueva normalidad. Es hora de dejar atrás la pasividad y la mera recopilación de datos. La violencia escolar no se combate sólo con diagnósticos o reuniones; se previene y se actúa. Necesitamos medidas proactivas que aborden las raíces del problema, fortalezcan la convivencia escolar, y brinden a nuestros jóvenes las herramientas para resolver conflictos sin recurrir a la agresión.
Es momento de actuar, de prevenir, de involucrarnos como sociedad y exigir a nuestras autoridades que las mesas de trabajo se traduzcan en políticas y programas efectivos. Nuestros niños y adolescentes merecen un entorno escolar seguro, donde puedan crecer, aprender y desarrollarse lejos del miedo y la violencia. La hora de la reflexión ya pasó; la hora de la acción es ahora.