“Mi hermana llegó en diciembre a Colombia y nos entusiasmó. No se me pasaba ni por la mente venir… Un día cuando ya casi regresaban a Chile, hubo una balacera y murieron unos vecinos, entonces les dije: ‘Ustedes me van a dejarme acá, y no están viendo cómo está esto… es peligroso…’ Vendí una moto, empeñé otra y acá estoy”, dice Wilson, siempre sonriendo.
Ambos viajaron doce días en bus antes de llegar a Punta Arenas. La bienvenida fue el paisaje y el frío que los encandiló. Al poco tiempo encontraron trabajo. Quieren establecerse, cumplir sus sueños.
“Hoy estudiamos en la escuelita del Cidep. En Colombia no alcanzamos a terminar la enseñanza básica, teníamos que ir en lancha, no era fácil… Después nos dedicamos a trabajar. Queremos terminar y ojalá seguir estudiando”, dice Nelson.
Ninguno de los dos se ha sentido discriminado. “Gracias a Dios, nos han tratado bien en Chile, la gente es muy amable, los compañeros de trabajo en la empresa Vilicic son bastantes preocupados por nosotros. Mis colombianos nos dicen… Nos tratan súper bien… Hasta ahora gracias a Dios”, cuenta Wilson. Incluso un día los invitaron a jugar a la pelota. Ahí querían mostrar por primera vez sus habilidades. Pero no pudieron.
“Justo ese día nos enteramos que murió nuestro padre, entones imagínese, andábamos muy tristes, no andábamos como para ir a jugar”, explica Nelson.
Wilson interrumpe: “Somos 27 hermanos, mi padre tenía tres mujeres oficiales y otras que no sabíamos, por eso somos hartos”.
En pocos meses se sienten ya magallánicos, están seguros de que pueden aportar y recibir mucho. Sólo extrañan a su madre y a sus hijos.
“El tiempo dirá qué pasa con nosotros, el mundo da vueltas… Cuando llegué decía que aquí no me iba a quedar y de pronto me quedé y estoy feliz”, dice Nelson.
Ahora sólo quieren jugar a la pelota.