
Descendemos desde el sector del Mirador, por calle Waldo Seguel hacia el centro. A medida que nos acercamos a Plaza de Armas Benjamín Muñoz Gamero vemos gran movimiento de personas. La calle José Nogueira parece la arteria de mayor movimiento. En la esquina una zapatería, luego tiendas. Un buen número de transeúntes observa ansioso. Nos acercamos. Nuestra apariencia, afortunadamente no llama la atención. Es que los jeans, la parka y la bufanda siguen siendo prendas clásicas y favoritas entre los magallánicos. “Estamos esperando la liebre”, dice un hombre mayor de 50 años. ¿Liebre? Ese término lo conocimos en un viaje anterior, en los ’60. Es que por calle Nogueira pasa la micro, unas Dodge que mezclan el azul, el blanco y el amarillo. Su transitar es lento, lo que permite a la gente identificarlas sin problemas. Se detienen en cualquier parte, entre Seguel y Errázuriz, y entre esta última arteria y Balmaceda. No hay restricción.
En lo personal prefiero observar. En la esquina del pasaje ¿Bories? Hay un local… “Brigando y Bottino”, vaya nombre, italiano claro, con razón a través del ventanal se puede observar un pequeño vehículo Fiat. Son los representantes de la marca, reza un papel pegado en la puerta. Algo más allá, la sala del Cine Politeama. Se observa majestuosa, aunque, para ser francos, algo vetusta.
En la vereda poniente, justo en la esquina, una confitería. Entro, observo, bastantes clientes. La gente se ve amable, sonríen, conversan. Otros tiempos. Una dependiente me dice, “se sale por allá”, indicándome una puerta por calle Errázuriz. Salgo y vuelvo a Nogueira.
“Dimartel”, dice el letrero. Es la tecnología de la época. Televisores como el que tenía mi abuelo, a tubo, de pantalla verde, verdaderos muebles. Hay tocadiscos y muchas, pero muchas radios a pila, una Seiko negra llama mi atención por su semejanza con los modernos Handy. Poco y nada entiendo de aquella electrónica.
Me dirijo al local siguiente, el olor me envuelve. Un pequeño mostrador y un caballero vestido de cotona, “Varnava” leo en su bordado, nos da las buenas tardes. Para el frío nada mejor que un buen café, pero café de verdad, de grano. Ese es el aroma. Tras el mostrador dulces y más dulces. ¿Y esos tarros? “Son traídos desde el oriente, es una especie de turrón”, nos explica. No es más que otra forma de presentación de lo que conocemos como “mantecol”, salvo que viene como lata de conservas con diferentes sabores. Otra cosa llama nuestra atención en la vitrina: Chiclets Adams, menta y mentol. El mismo responsable de que a la goma de mascar le diéramos el nombre de “chicle”, ese mismo que mi mamá no me dejaba comer para proteger mis dientes; casi un pecado, como lo fue en la adolescencia el cigarrillo.
Aún en la ensoñación casi tropiezo con una máquina, parece de esas para el cemento, pero es de café, de las que muelen grano. En una pieza interior un par de mesas. Sólo una desocupada. ¿Le traigo un cafecito con un sándwich de queso derretido? La oferta suena interesante, pero no hay tiempo. Mientras digo no y agradezco, suena mi reloj-alarma. Debo retornar a la nave.
La oscuridad ya se apodera de Punta Arenas y lo que parece agua lluvia comienza a humedecer las calles, cada vez más desoladas.
El viaje de regreso ha comenzado. Ha sido un rápido ir y venir. En cosa de segundos aquel episodio sólo será un recuerdo fugaz, hermoso…