Por Eugenio Mimica Barassi
Nuestro teatro Municipal será sometido a una restauración. Falta que le hace. Pero no una simple mano de gato, a fuerza de brocha gorda, sino una remodelación en profundo. Construido y donado a la ciudad por el empresario José Menéndez, en 1899, llevó primero el nombre de “Colón”, por su similitud, en menor escala, con el de Buenos Aires. Más tarde fue el teatro “Menéndez”, después simplemente Municipal, hasta que hace algunos años adquirió el nombre del ilustre actor, director cinematográfico, cantante y compositor, José Bohr (quien precisamente estrenó su canción “Punta Arenas” en ese recinto). Tenía señorío, con sus dos hileras de palcos, sus alfombras, sus lámparas, sus butacas. Llegó a ser el más elegante de todo el cono sur americano, desde Santiago y Buenos Aires hacia abajo. Un orgullo magallánico. Uno más, entre tantos. Alguien, en algún momento de nuestra corta historia, mandó a tapar esos palcos para permitir una platea alta y acoger a más público ávido en ver cinematografía. Fue en 1935. Le borraron a serrucho y martillo limpio su “glamour”. Lo simplificaron al borde de lo más básico. Y lo tuvimos que aceptar así. Hasta ahora, cuando por fin se vislumbra su retorno al señorío, a lo que corresponde culturalmente a una ciudad que fue y debe seguir siendo la Capital de la Patagonia. La historia nos señala que fue inaugurado un 1 de junio de 1899, con la presentación de la ópera italiana “Lucía de Lammermoor”, de Donizetti, a cargo de la compañía Cagliestro y Trofello, con la soprano Frida Ricci. Las crónicas de la época no fueron benevolentes. Cuentan que no fue una presentación notable, que el pasillo presentaba dificultades de acceso y salida, que esa noche hubo mucho frío, cayó nieve, y que el teatro aún no tenía calefacción. Menos en los camarines, con los actores vistiéndose al borde del congelamiento. Cuentan que los del coro se frotaban las manos a cada instante, que al día siguiente hubo al menos veinte espectadores que amanecieron enfermos (resfriados, supongo) mientras las mujeres no sabían cómo taparse los escotes, no por las miradas libidinosas, sino por las ráfagas heladas atentando contra la sensualidad y la salud. Pero Punta Arenas, encarando optimista el nuevo siglo, soportó esas dificultades. Estrenaba un teatro de fuste, en medio de la soledad, del aislamiento, del inveterado desconocimiento centralista. Cualquier sacrificio valía la pena.