
Quién fuera joven y tuviera estos padres bobos en la noche de Madrid, donde la aurora es el reflejo de su ocaso. Antes de la reyerta fue la movida, y mucho antes la algarada. Algarada, de algara, vocablo árabe que significa vocerío de cazallosos, pillaje de gente a caballo. La de Pozuelo es una revuelta de las muchas que hubo en esta ciudad en todos los tiempos, donde el diablo es vecino y no paga impuestos. Ven Lucifer, ven Belcebú, hijo del amanecer, decían las brujas de Madrid para invocar al demonio. Desde entonces, Madrid es un mercadona de cuerpos en oferta.
No sé por qué hay prostitución en Madrid, si follar es gratis desde que los poetas morían jóvenes, no como ahora, que llegan octogenarios y hay que comprarles la biblioteca y darles una calle. De Tierno al Kronen, de Rock Ola al Madrid de Sabina: una jeringuilla en el lavabo. Adónde va este nihilismo de botellón, esta gresca de pijos, esta aceleración de niños subvencionados. Adónde va, adonde siempre: a la lujuria y a la desobediencia, al desorden y al vino.
Me escribe mi amigo Pedro González Grau y me envía esa historia que corre por los blogs, la parábola de un tal doctor Gibson, apócrifo e inglés, que en una conferencia dijo: «Nuestra juventud gusta del lujo y es maleducada, no hace caso a las autoridades, contradicen a sus padres, desobedecen a sus maestros». Cuando los espectadores pensaban que se refería a nuestra época, el conferenciante aclaró que esas palabras eran de un ateniense feo, que bailaba para mantener el tipo y que murió con un botellón de cicuta, acusado de corromper a la juventud.
Serénense y respiren. Eso de que la verdad y la virtud son la misma cosa es una equivocación antigua; hoy la verdad es un ejército móvil de metáforas desgastadas. Claro que si vienen a la puerta de mi casa a organizar la orgía del botellón y la caza del guardia, aunque sea un acto de juventud, me acordaré de sus queridos papás.