
Al llegar a la intersección de la calle Jorge Montt con Pasaje A. Aguilar, en Punta Arenas, uno se encuentra con un sitio eriazo, con algunas estructuras de metal como tambores y cajas, dispersas por la larga e irregular maleza que crece sin cuidado. Pero justo al fondo del sitio, pegado a una pared, uno puede ver una “casa” de no más de tres metros cuadrados, por un poco menos de dos metros de altura, la cual está construída con un par de palos que mantienen las frazadas que hacen de “paredes” y dos trapos en la altura, que las ofician como “techo”.
En esta precaria situación viven Arturo, de 60 años, Francisco, de 46, y un tercer individuo que no quiso identificarse ni conversar con nosotros. Cada uno con historias diferentes, pero que el destino los juntó en el mismo lugar.
“Nosotros no molestamos a nadie”, es lo primero que dice Arturo, el más sociable de los tres, al ser consultado sobre la relación que tiene con la gente del sector, con el dueño del sitio y con Carabineros.
“El dueño del lugar vino una sola vez y después nunca más y Carabineros no viene, porque nosotros nos portamos bien, si tomamos, tomamos aquí adentro o nos vamos a la orilla de la playa, pero no hacemos escándalo”, confirma Francisco, acostado sobre su humilde colchón.
El interior de su “hogar” como lo llaman ellos, es bastante precario, no tienen nada que los aísle del suelo, dos colchones, más algunas frazadas, son todas las pertenencias que ellos poseen, pero se ven alegres.
En el momento que llegamos estaban sobrios, pero ya se habían tomado un litro de vino blanco en caja, más una botella de medio litro de Sprite, que en su interior tenía vino, conocida por ellos como “misil”.
Francisco y Arturo, llegaron hasta cuarto básico y ahí dejaron los estudios, para dedicarse a la venta ambulante o a realizar trabajos esporádicos en diferentes labores, más conocidos como “maestro chasquilla”, pero hace ya varios años que se encuentran en situación de calle.
“Yo ya llevo más de 6 años en la calle, después de que se murió mi mujer, caí en el trago y aunque he tratado algunas veces de salir, me pongo a trabajar, duro un mes, junto plata y me vuelvo a comprar copete” cuenta Arturo, quien se ve visiblemente emocionado al hablar de su esposa fallecida.
Consultados sobre lo que hacen para conseguir comida, ambos responden al unísono que siempre “algo cae”.
“Nosotros no pasamos hambre, existe una comitiva que nos trae comida y cuando no vienen, salimos a pedir, hay gente buena por aquí, sobretodo una señora que nos ayuda y nos da comida y algunas veces un copetito (risas)”, cuenta Arturo, el que estuvo preso entre los años 1992 y 2000 por homicidio.