
El mundo de la política construye puentes aunque no haya ríos.
El mundo de la economía injerta el instinto del egoísmo, bajo el cebo de un consumo irracional como divertimento.
El mundo de los ejecutivos avergüenza al mundo de los trabajadores con sus diferencias salariales.
El mundo del engaño, del fraude, de la coacción en favor de un mayor beneficio y un mayor poder, nos distancia a unos de otros.
El mundo de la desigualdad se acrecienta con fuerza y genera riadas de tensión social donde es imposible convivir.
El mundo, que nace en nosotros y por nosotros, al final va a ser el mundo de los fracasados, si no atajamos de raíz, para que nunca más retoñe, la arboleda de maldades que a diario planta el ser humano en su hábitat.
Aún no hemos sabido organizar un mundo para la humanidad y humanizar ese mundo.
Nosotros mismos, en infinidad de ocasiones, somos nuestro peor enemigo.
Es injusto que no se lleven a buen término las valiosas ideas como la de alcanzar los objetivos del desarrollo del milenio en el mundo, que incluyen la reducción a la mitad del hambre y la pobreza extrema para el 2015.
Injusto es, igualmente, que los pueblos y las naciones muestren pasividad para defender los derechos y la dignidad inalienable de cada persona en el mundo.
O que los brotes de la vida, en lugar de protegerlos, se abandonen en la selva humana. O que el amor por la justicia haya entrado en crisis y muy pocos lamenten su muerte.
El vicio de la corrupción, que arrasa por tantos pueblos del planeta, pide a gritos una cultura de la legalidad para contrarrestar el desbordamiento de ilegalidades en un mundo de fugitivos.
Hoy quedan tantos muertos en la calle, apuñalados por la indiferencia de la gente acomodada, que tiemblan todas las plazas del mundo.
Nadie conoce a nadie en este mundo injusto. ¿Habrá dolor mayor? Cuánta tristeza prolongada por la injusticia ciñe al ser humano más endeble. Para muchos vivientes, como para el poeta, la muerte es la única victoria.