En la inmensidad de los paisajes de Magallanes, donde el viento parece contar historias ancestrales, existe una realidad que no debe quedar en la sombra: la violencia contra la mujer. Un problema que, lejos de ser aislado, golpea con fuerza en cada rincón de Chile y que en nuestra región adquiere matices dolorosos y complejos.
Los femicidios no son estadísticas, son vidas truncadas, historias interrumpidas, familias devastadas. Cada mujer que sufre violencia vive una batalla interna entre el miedo, la esperanza y la necesidad de ser escuchada. ¿Cuántas veces hemos leído titulares sobre femicidios y sentido la impotencia de saber que esa tragedia pudo haberse evitado si la denuncia hubiera sido oportuna?
Aquí radica la importancia de alzar la voz, de no minimizar los signos de violencia, de entender que la denuncia no es solo un acto de valentía individual, sino un compromiso colectivo.
La sociedad magallánica debe fortalecer sus redes de apoyo, crear espacios seguros para las víctimas y exigir justicia con firmeza. No podemos seguir permitiendo que el miedo sea el enemigo silencioso de tantas mujeres.
Es urgente que se garantice la protección y el acompañamiento a quienes se atreven a denunciar. Las autoridades, las organizaciones sociales y la comunidad en su conjunto tienen la responsabilidad de generar un cambio real. Cada vez que una mujer decide hablar, desafía un sistema que muchas veces le da la espalda. Pero si esa voz es respaldada, si el entorno la sostiene, entonces el cambio deja de ser un ideal lejano y se convierte en una realidad palpable.
Magallanes no solo debe ser tierra de belleza y resiliencia, sino también de justicia y seguridad para sus mujeres. Que la indiferencia no sea la norma, que el compromiso nos impulse, que ninguna voz quede atrapada en el viento. Porque cada denuncia es un paso hacia la libertad y cada mujer que sobrevive a la violencia es una historia que merece ser contada con dignidad, fuerza y esperanza.